29 de julio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 130.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (130)


Descripción de los impíos y cómo debe ser nuestra conducta

Segunda carta de San Pedro (4)

 

Queridos hermanos:

San Pedro realiza a continuación una descripción detalladísima de los impíos que se mantienen en su impiedad (ver 2 Pedro 2, 16-22).

El atrevimiento y la arrogancia de los impíos es tal que realizan lo que los ángeles, que son superiores en fuerza y en poder, no realizan (2 Pedro 2, 10-11). Para los impíos “la felicidad consiste en el placer de cada día” (2 Pedro 2,13). Se parecen a Balaam, el profeta que quería maldecir al pueblo de Israel y el Señor no le dejó (ver Números 22,2ss). A éste Balaam una muda corrigió (2 Pedro 2, 15-16).

La impiedad a la que se refiere San Pedro no es la de los impíos que no han conocido el camino de la justicia. En realidad son aquellos que habían recibido las enseñanzas de los apóstoles, que había dejado el mundo y se habían adentrado en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2,20). Y tras ello se habían apartado del camino recto (2,15), del mandamiento santo que se les había transmitido (2, 21), volviendo a ser dominados por los abusos del mundo (2, 20) y se habían convertido en seductores de los que hacía poco había dejado el error. Les inducen a “deseos carnales libertinos” (2, 18). Aparentemente libres, son realmente esclavos de la corrupción (2,19), corruptos, viciosos, en engaño, adúlteros, codiciosos (2,13-14). Su destino “la oscuridad de las tinieblas” (2, 17).

Ante esta situación, por un lado la gentilidad, por otro, aquellos que habiendo entrado se han salido; y además de salirse seducen a las almas débiles que llevan poco tiempo, San pedro nos anima a tener un sano criterio para recordar: “Esta es ya, queridos míos, la segunda carta que os escribo. Con ellas quiero suscitar en vosotros, a base de recuerdos, un sano criterio para recordar los mensajes emitidos por los santos profetas y el mandamiento del Señor y Salvador transmitido por los apóstoles” (3,1-2).

Además están los burlones: “en los últimos días vendrán burlones con todo tipo de burlas, que actuarán conforme a sus propias pretensiones y dirán: «¿En qué queda la promesa de su venida? Pues desde que los padres murieron todo sigue igual, como desde el principio de la creación». (2 Pedro 3,3-4). Estos burlones no saben lo que ocurrió en tiempos de Noé cuando se burlaban de él. Y perecieron todos: “Porque intencionadamente se les escapa que desde antiguo existieron unos cielos y también una tierra surgida del agua y establecida en medio del agua gracias a la palabra de Dios; por eso el mundo de entonces pereció anegado por el agua.” (2 Pedro 3, 5-6).

A ti y a mí, hermano, ya no se nos escapa lo que ocurrió entonces con el agua. Todas estas migajas nos han ayudado a recordarlo. Entonces fue el agua. Ahora será por el fuego, dice San Pedro: “Pero ahora los cielos y la tierra custodiados por esa misma palabra están reservados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos” (2 Pedro 3, 7); “Ese día los cielos se disolverán incendiados y los elementos se derretirán abrasados” (3,12). ¿Y por qué no llega ya, como dicen los burlones? ¿En qué queda la promesa de su venida? Por su paciencia llena de amor: “Mas no olvidéis una cosa, queridos míos, que para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión. Pero el Día del Señor llegará como un ladrón. Entonces los cielos desaparecerán estrepitosamente, los elementos se disolverán abrasados y la tierra con cuantas obras hay en ella quedará al descubierto” (2 Pedro 3, 8-10).

La paciencia de Dios está a nuestro favor: “la paciencia de nuestro Señor es nuestra salvación” (2 Pedro 3, 15). ¿Cómo debe ser, pues, nuestra conducta? “Santa y piadosa” (3,11) esperando y apresurando la llegada del Señor, esperando unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia (3,13), estando en paz con él, intachables e irreprochables (3,14), prevenidos y “en guardia para que no os arrastre el error de esa gente sin principios ni decaiga vuestra firmeza” (3,17). Y esa espera, no de brazos cruzados, sino creciendo “en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él la gloria ahora y hasta el día eterno. Amén” (3,18).

 

Jesús, vuestro párroco

 


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