28 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 100.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (100)

La respuesta del Padre: sus silencios y sus palabras

 

Queridos hermanos:

 

El silencio del Padre ante el menor cuando se va es un silencio de amor respetuoso con la libertad del hijo, acepta el riesgo de la libertad, pues sin libertad no hay amor. El hombre es un riesgo de Dios y Dios nos ha amado contra sí mismo.

 

El Padre ha aceptado el riesgo de la libertad. Podría haber obligado al hijo menor a quedarse; cerrarle la puerta y encerrarlo en una habitación con un cerrojo resistente, haberle dado golpes en la espalda por la petición que le hace de la herencia en vida.

 

El Padre de la parábola no es paternalista que, pretendiendo proteger, sofoca el crecimiento de la persona, impide su maduración y lo bloquea en un estadio infantil. (Ver Hebreos 12,5-13).

 

Tampoco se va físicamente con su hijo, ni se va a buscarlo físicamente después de que se ha ido. Va con él de manera escondida, interior, y esto llevará al hijo menor a la nostalgia de la casa del Padre, aunque nostalgia interesada (“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre” Lucas 15,17). El silencio del Padre ante la marcha del hijo, en espera de su retorno, es más elocuente que muchas lecciones.

 

Y junto al silencio, la espera activa, esperanzada. Y cuando lo ve, el salir a buscarlo y el abrazarlo y el llorar de alegría y el no dejarle acabar su preparada confesión. Y las palabras del Padre ante el hijo menor a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete.” (Lucas 15, 22-24).

 

Casi resultan más fácil esos silencios y palabras con el hijo menor. Con el hijo mayor es distinto. Cuesta mucho más. Y la parábola queda abierta porque no se da la comunicación. Padre e hijo mayor están en lenguajes distintos.

 

El hijo mayor piensa que está dentro, pero se queda fuera. Se cree hijo, pero prefiere ser padre de sí mismo y de sus obras, y tener su propia justicia siendo juez del Padre y del hermano. Y acaba siendo un esclavo de la Ley sin corazón y un juez implacable. Para el Padre, el hijo menor es una persona reencontrada, resucitada, para el cual hay que montar una fiesta sin dilación y con lo mejor: anillo, sandalias, mejor vestido, ternero cebado, banquete, música…

 

Para el hijo mayor, lo que el Padre ha hecho con el hijo menor es una injusticia cometida por el juez. Debería aplicarse la ley y castigar con dureza, incluso con el exilio eterno a “ese hijo tuyo”. Para el Padre el centro está en el amor y en la persona. Para el hijo mayor el centro está en la ley; una ley sin el corazón de la Ley que es el amor y la misericordia.

 

Y la parábola queda abierta, inconclusa. ¿Entró o no entró? El hijo mayor necesita conversión. Dejarse abrazar por el Padre, conocer el ritmo de su corazón, aprender la misericordia (ver Mateo 9, 9-13), conocer que Dios es “todo en todos” (1 Corintios 15,28).

 

Jesús, vuestro párroco

 

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 99.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (99)

La respuesta del Padre al enfado del hijo mayor

 

Queridos hermanos:

 

La respuesta del Padre no puede estar llena de más amor, en espera de que entienda, recapacite, entre en sí mismo, se convierta y así, entre en la fiesta: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo” (15,31).

 

Detente un momento en el peso de las palabras de un Padre a su Hijo: “Hijo”, “estás conmigo”, “todo”…

¿Cómo liberar al hijo mayor de la ira, del resentimiento y de las quejas contra él y contra su hermano? Con la confianza y con la gratitud.

 

El Padre aplica la primera medicina, la confianza: “tú siempre estás conmigo”. El Padre le está diciendo: te quiero en casa. El hijo mayor tiene la tentación de pensar: mi padre prefiere al menor, al pecador arrepentido, que llega a casa después de sus locas escapadas. Y a mí, que no me he ido, no me hace caso. Quizá tenga que pecar para que me haga caso (ver Romanos 3,8). Puede pensar: pequemos para que venga la gracia (Romanos 6,1). Sin caer en la cuenta de cual sea el salario o paga del pecado: la muerte (Romanos 6, 23).

 

Y esta es la segunda medicina que aplica el Padre, la gratitud: “todo lo mío es tuyo”. Todo. Mi corazón, mi loco amor, amor sin medida, amor desmesurado. Sí, todo lo mío es tuyo ¿por qué no compartes también mi alegría, mi acogida, mi perdón, mi generosidad? El hijo mayor tiene la tentación de pensar que se le ha prestado más atención al otro hijo que a él. Y puede decir: “A mí me quiere menos y yo hago más”.

El padre de esta parábola sale a buscar a los dos hijos. Dios es Padre de hijos únicos. Dios solo sabe contar hasta uno.

 

Se puede poner el ejemplo de las cien ovejas, se pierde una y deja noventa y nueve por buscar “una” hasta que la encuentra (Lucas 15, 4-7). Una persona tiene valor único a los ojos de Dios.

Dios es pobre: en sus inventarios, un hijo perdido representa un daño irreparable Para muchos que tienen el espíritu del hijo mayor, “ese” es una pérdida irrelevante, casi ventajosa: “nos hemos quitado de encima al calavera de la familia”.

 

Hay un hijo perdido que ha sido encontrado por el cual el Padre salió a su encuentro y lo abrazó y montó una fiesta (15, 20), y hay otro hijo que no se deja encontrar y no quiere entrar, y el Padre también salió a por él. Y a ése también lo llama hijo, y le habla de su hermano.

 

La fiesta está incompleta. Falta uno. El hijo mayor. Está en casa como multifaener. Y el Padre, que respetó la libertad del hijo menor y lo esperó, también respeta la libertad del hijo mayor y lo espera para darle un corazón que ama como ama su Padre, un corazón que trabaje con amor y alegría.

 

Jesús, vuestro párroco

27 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 98.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (98)

El enfado del hijo mayor: cerrado en su justicia.

 

Queridos hermanos:

 

El hijo mayor está lejos de parecerse al Padre. Debe superar el umbral de la observancia exterior y entrar en el centro de la casa, allí donde está el corazón del Padre y se vive la experiencia sublime del perdón y la alegría.

 

En el fondo, acusa al Padre de premiar el vicio con un ternero cebado, e ignorar la virtud con un cabrito, que él reprocha como negado.

 

Y como es centro añade: “a mí”, “a mí”, “a mí”. Muchos enfados viene de este “a mí”, del “y yo qué”.

El hijo mayor ha caído en la tentación de Satanás. Más sutil que la que llevó al hijo menor a marcharse lejos y gastarse el dinero viviendo perdidamente (15,13).

 

La tentación que viene del enemigo se realiza a modo de sugerencia. Ahora bien, una sugerencia no se propone a todos de la misma forma. A cada uno se le presenta partiendo de aquello a lo que está apegado.

El demonio golpea, no tanto donde está el defecto de la coraza, sino donde brilla más, en el punto del que más orgullosos estamos y por eso menos prevenidos. (F. Hadjadj. La fe de los demonios).

 

El hijo mayor tiene su mirada en sí mismo, en su cumplimiento. Ha establecido su propia justicia, no la justicia de Dios, como dirá San Pablo de los judíos: “Testifico en su favor que tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno conocimiento. Pues desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios” (Romanos 10, 2-3).

 

El hijo mayor está satisfecho de sí y reclama paga al trabajo realizado. Y su paga consiste, curiosamente, en una parte. Igual que el menor. El menor reclamó la “parte” de la herencia que le correspondía. El mayor reclama su parte: “un cabrito para tener un banquete con mis amigos”. No es mucho lo que reclama. Pero reclama “parte” y el Padre se lo quiere dar “todo”. El pecado siempre será conformarse con un poco, con una parte.

 

Da más importancia al reglamento que al corazón, a la disciplina que a la música y los cantos, a sus argumentos que a su hermano.

 

¿Qué es lo que hay que perdonar al hijo mayor? Su regularidad sin alma, su buen hacer sin corazón, su moralismo cargante, el ser hijo ejemplar sin aceptar al hermano-hijo de su Padre, el no entrar en la gratuidad, su obediencia sin alegría y sin canto, su trabajo interesado, su alergia a la fiesta del perdón. (Cf. Alessandro Pronzato. Las parábolas de Jesús).

 

Y el texto concluye sin conclusión y permanece abierto. ¿Entró o no entró?

 

Jesús, vuestro párroco

 

26 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 97.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (97)

El enfado del hijo mayor: tristeza e inmovilidad

 

Queridos hermanos:

 

La enfermedad del hijo mayor se refleja en dos síntomas inconfundibles: la tristeza y la inmovilidad.

Su reacción de tristeza es: por un lado el hecho de la vuelta de “ese” al que ya consideraba muerto para siempre en su corazón y del trato injusto que se le ha hecho, pues merece un castigo, no una fiesta. Por otro lado, la tristeza se debe también al golpe que recibe en su falsa esperanza: el ternero cebado se lo merecía él. Y se ha dado cuenta, de golpe, que se lo lleva un incumplidor. Sus servicios, aparentemente desinteresados, atesoraban la esperanza de una paga. La paga no es el estar unido al Padre y trabajar para él. La paga es otra. No busca a Dios. Busca una paga, de Dios, o de lo que sea. Aunque no se ha ido de casa, en realidad, no ha entrado todavía.

 

Vive triste. Está en casa, pero no disfruta de ella. Todo lo mío es tuyo, le dirá el Padre. Vive un divorcio entre fe y vida. Su corazón está muy lejos de lo que hace latir al Padre.

 

Para él lo importante son sus amigos. ¿Quiénes serán esos amigos? Reduce su deseo de felicidad a un ternero con sus amigos. No espera más que un cabrito. No espera promesas, sino reivindicaciones.

Es una figura estática, no se mueve, es irreprensible, no se mueve porque se considera en su sitio. Está enjaulado en la ley y la observancia. Podríamos preguntarnos… ¿está en gracia? Puede ser. Pero desde luego no está en “acción de gracias”, pues su asombro solo se da cuando lo bajan de su pretendido ser el primero merecedor de todo y que excluye que otro merezca. Y ¿tiene pecados graves? Pues a lo mejor no, pero no tiene amor. No tiene el amor del Padre. Que quizá sea el pecado más grave. Pues al que poco se le perdona poco amor muestra (ver Lucas 7, 36-50).

 

Si el Padre fuera a administrar justicia, castigos, disciplina…, sin problema. “Te ayudo, Padre”, hubiera dicho el hijo mayor, mientras golpeaba su vara sobre la palma de su mano. Pero prodigar misericordia sin límites…. Y se queda plantado, no se mueve, envuelto en argumentos y refunfuños.

 

El hijo mayor necesita seguridad: está seguro en el hacer, hacer, hacer.,, cumplir horarios, sin error, sirviendo impecablemente e implacablemente. Y se acaba creyendo que es bueno, cumplidor…, y no como otros (ver Lucas 18, 9-14).

 

Pero es que la vida espiritual es riesgo, es aventura, es un camino hacia adelante. Es un seguimiento (Lucas 9, 57-62). Y él está inmóvil, cumpliendo un reglamento exterior.

 

Cree que está en casa, en gracia, con fe. Pero en realidad no se puede “retener” la fe sin dejarse encontrar por el pastor cada día, sin dejarse abrazar por el Padre cada día, con infinita sorpresa, abierto el corazón a los latidos del Padre. Cada día se nos invita a entrar en la Casa del Padre.

 

Jesús, vuestro párroco

 

25 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 96.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (96)

El enfado del hijo mayor: la obediencia de la letra de la ley

 

Queridos hermanos:

 

Seguimos con los argumentos que esgrime el hijo mayor contra el Padre de la parábola: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya”.

 

Es curioso que proclama haber cumplido la letra de la ley: “sin desobedecer nunca una orden tuya”. Lástima que no sepa que a esa letra le acompaña una música: la de la alegría y la misericordia (ver Filipenses 4,4 y Romanos 2,1). Y en eso desafina. Y el Padre, que ama a cada hijo como único, espera y escucha la voz desafinada del hijo mayor.

 

El hijo mayor ha vivido en el arca por fuera. No entró en el corazón del Padre. Se ha quedado en la letra y no en el corazón de la Ley. Dice no haber desobedecido una orden del Señor. Ha obedecido las órdenes del Padre, pero no al Padre que da las órdenes, pues se ha quedado en la letra muerta y no en la Palabra viva (ver 2 Corintios 3,6).

 

Es un diligente ejecutor de órdenes. Ha interpretado la partitura paterna. Pero cuando en la música, compuesta por el Padre, aparece el perdón, la misericordia, la alegría y la fiesta por el retorno de su hermano, da una nota desentonada: está escandalizado de lo que ha hecho su hermano y de lo que está haciendo el Padre. Esa virtud que se atribuye, “sin desobedecer nunca una orden tuya”, si separa del hermano, separa del Padre; y si separa huele al diablo (dia-bolo), que es el que separa las relaciones (ver 1 Juan 4, 19-21).

 

El hijo mayor utiliza la virtud para convertirla en piedra arrojadiza. A veces no hacen falta ni palabras para lanzar piedras. Basta un tono vital gris y un semblante triste, aun en medio de un servicio aparentemente desinteresado. Y además utiliza la virtud como objeto de cambio. Se cree poseedor de derechos adquiridos por sus servicios. “Merezco yo esa fiesta y ese ternero cebado”.

 

Es curioso que diga: sin desobedecer nunca una orden tuya. Y luego, cuando el Padre le dice: “entra”, es decir, “conviértete”, “vuelve”, “cambia de mentalidad”, es decir, que cambie su corazón y su mente, entonces, se pone a discutir. Prefiere ser irreprensible, justo, satisfecho de sí mismo antes que cómplice de un padre pródigo.

 

¿Cuál es la esperanza? Que quizá algún día confiese: “en tantos años como te sirvo, no me había dado cuenta de tu amor, hoy he empezado a entender algo de ti, de mí, de mi hermano…” Y quizá entonces pida perdón. Por ser fiel, sin amor y sin alegría. (Cf. Alessandro Pronzato. Las parábolas de Jesús).

 

El hijo mayor está más lejos del corazón del Padre que el hijo menor que se fue a un país lejano. De ese país lejano se puede volver. Del país de su propia justicia al que se fue el mayor ¿podrá volver? Hay esperanza.

 

Jesús, vuestro párroco

 

24 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 95

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (95)

El enfado del hijo mayor: los años de servicio

 

Queridos hermanos:

 

Vamos con los argumentos que esgrime el hijo mayor contra el Padre de la parábola:

 

Se coloca como hijo cumplidor que merece mejor paga: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya” (15,29).

 

En primer lugar, le dice al Padre: “mira”. Le está llamando ciego. Que no ve la realidad. Y él, cumplidor empedernido, esclavo del perfeccionismo, que no tiene la perfección de la caridad y la misericordia y la alegría, viene como luz a iluminar a su Padre: “mira”.

 

Se parece a los obreros contratados de la viña, que han recibido como paga un denario, que es en lo que se habían ajustado con el amo. Pero ellos tienen el pensamiento de que, habiendo trabajado más, más paga merecen (ver Mateo 20, 1-16).

 

Su servicio es un “aquí estoy”, un “heme aquí”, entendido como un “aquí estoy… yo”. En realidad el hijo mayor no rechaza el servicio. Pero un servicio según el propio criterio. Sirve de manera que el Padre se convierte en su deudor, en su siervo, que le debe algo. Y donde el que no sirve (su hermano) es condenado.

Pensemos si no podría ser éste uno de los motivos para hacer insoportable la vida al hermano menor y que éste deseara marcharse de la casa del Padre.

 

De alguna forma le está diciendo al Padre: yo no soy como ese hijo tuyo… yo sirvo…, no digo a nada que me mandas que no… yo no me he ido…, pero sirvo… como yo quiero servir, sirvo según mis propios planes. No se da cuenta de que es padre de sus obras y reclama un premio: el ternero cebado debe ser para mí y para mis amigos. Yo me lo merezco. En eso se parece a Satanás. Que también sirve según su criterio y se hace a sí mismo padre de sus obras (ver Juan 8,44).

 

Es un milfaenes, “en tantos años como te sirvo”, dice. Pero vive no como un hijo, sino como un esclavo. No ha descubierto que él es hijo. Dentro de la casa es más difícil ver la sutil esclavitud del orgullo, de la soberbia.

 

Dice el Eclesiástico: “Perdiz cautiva en jaula es el corazón del orgulloso: un espía al acecho de tu caída. Trama insidias cambiando el bien en mal, y deshonra las cosas más dignas” (Eclo 11, 30-31).

 

Así también, el hijo mayor, cambia un bien, como es el servicio en la casa del Padre, en un mal, deshonrando la dignidad del servicio prestado, al convertir su servicio en mirada que indaga como un espía al que no hace ese servicio. Su pecado es estar sirviendo sin amor y convertir el servicio en acusación al Padre y al hermano. Es un hijo sin padre ni hermano. (Cf. Alessandro Pronzato. Las parábolas de Jesús).

Se gana la vida sin necesidad del Padre, sin necesidad de la gracia, solo cumpliendo. Vive sin estar entrañablemente unido a su Padre. Hace el bien según su propia regla. Exige el pago de lo realizado. En realidad a quien ama es al dinero, lo que realmente desea es un cabrito para tener una fiesta con sus amigos (Lucas 16, 14-15). Cuanto amor el del Padre que también salió a buscar a este hijo.

 

Jesús, vuestro párroco

 

23 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 94.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (94)

El enfado del hijo mayor: enfado mayúsculo de quien se cree mayúsculo

 

Queridos hermanos:

 

Otro enfado conocido es el del hermano mayor de la parábola del Padre misericordioso. El hijo menor, que ha deseado la muerte de su padre pidiéndole la herencia en vida, ha regresado y el Padre le ha montado una fiesta. Y él se entera de ese acontecimiento por un criado. Y se niega a entrar. “Él se indignó y no quería entrar” (Lucas 15, 28; ver 15, 11-32). Y sale su padre. “E intentaba persuadirlo” para que entrara. Y entonces viene el arsenal de argumentación del hijo mayor en el que expresa todo su cabreo.

 

Su cabreo es mayúsculo. Propio de quien ha vivido pensando ser mayúsculo, y no como una insignificancia amada. Y la bronca que le echa a su padre también es mayúscula. Y el padre la escucha con suma paciencia y atención:

 

“¡Ale!, hijo, cuéntame tus reproches, exigencias no colmadas, injusticias cometidas, agravios comparativos, ¡ale!, saca el pus acumulado.”

 

El mayor se ha colocado como centro cabreado de la situación. La noticia y el centro, en verdad, es el hermano muerto y revivido, perdido y hallado. Pero el hermano mayor reclama ser el centro. Él se coloca como más importante que el hecho de que su hermano ha vuelto. Y exige y echa en cara que él se merece el festejo, no “ese hijo tuyo” (15,30). El hijo mayor, tan trabajador (recuerda que venía del campo, de trabajar), no ha sido el protagonista. No se ha contado con él para acoger, para festejar.

 

¡Qué distinta la respuesta de quien no se carga de argumentos, sino que da la razón al Señor! Como la cananea, que tras su petición e inicial silencio de Jesús, tras la intercesión de los discípulos, y tras su petición postrada a los pies de Jesús, recibe esta contestación de Jesús: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». ¡Uffff! Cualquiera de nosotros hubiera lanzado insultos e imprecaciones a Jesús por su falta de atención y por esa respuesta. La llama “perrita”. Mas ella, humilde, que busca, no su bien, sino el bien de su hija, le da la razón a Jesús: «Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». (Ver Mateo 15, 21-28). “Tienes razón, Señor”. El hijo mayor está cargado de razones. Que no son sino excusas para servir sin amar. Sus argumentos se convierten en pretextos para no usar de misericordia.

 

¡Qué distinta la actitud de quien se sabe poca - cosa - amada!

 

“A mí, el más insignificante de los santos, se me ha dado la gracia de anunciar a los gentiles la riqueza insondable de Cristo” (Efesios 3,8). Y también: “Porque yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de ser llamado apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Corintios 15, 9-10).

 

Considerarse como un “menor” como alguien “insignificante” es vivir en la verdad, y facilita el agradecimiento y la mirada limpia que descubre el bien que hay en el retorno de un hermano al que acoger.

 

Jesús, vuestro párroco

 

22 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 93.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (93)

El enfado de Naamán, el sirio

 

Queridos hermanos:

 

También están los enfados que se producen cuando la realidad no coincide con lo que uno ha imaginado. Como el caso de Naamán, el general sirio leproso, que ya se marchaba cabreado porque se imaginaba cómo sería su curación: “Saldrá seguramente a mi encuentro [el profeta Eliseo], se detendrá, invocará el nombre de su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra”. Y en cambio salió el criado del profeta a decirle que se bañara siete veces en el Jordán (2 Reyes 5, 1-19): «Naamán se puso furioso y se marchó… dándose la vuelta.”

 

¡Cuántos de nuestros enfados son por un defecto de imaginación! ¡Cuántas desilusiones son provocadas por habernos montado en la cabeza una “ilusión”! Y así la realidad la utilizamos como pretexto para mantener el enfado. ¿Todo ha de cambiar para que yo esté contento?

 

Cada uno tiene que ser muy sincero consigo mismo para reconocer que su modo de vivir el amor tiene estas inmadureces. Por más que parezca evidente que toda la culpa es del otro, nunca es posible superar una crisis esperando que sólo cambie el otro (cf. Francisco. Amoris Laetitiae nº 240).

 

En este tipo de enfados es importante resaltar el papel de los sirvientes. Fijémonos en la escena sobre Naamán el leproso sirio:

 

Será una sirvienta o esclava hebrea la que dirá a la esposa de Naamán que hay un profeta en Israel que puede curar a su marido: “Unas bandas de arameos habían hecho una incursión trayendo de la tierra de Israel a una muchacha, que pasó al servicio de la mujer de Naamán. Dijo ella a su señora: «Ah, si mi señor pudiera presentarse ante el profeta que hay en Samaría. Él lo curaría de su lepra» (2 Reyes 5, 2-3). Y la mujer tardó poco en contárselo a su marido.

 

Y unos sirvientes de Naamán son los que le aconsejan obedecer al profeta y bañarse en el Jordán: “Sus servidores se le acercaron para decirle: «Padre mío, si el profeta te hubiese mandado una cosa difícil, ¿no lo habrías hecho? ¡Cuánto más si te ha dicho: “Lávate y quedarás limpio”!». (2 Reyes 5, 13).

 

La humildad a la hora de exponer una solución permite que la situación se resuelva sin una batalla campal. En la corrección conviene dirigirse al hermano como los sirvientes, es decir, como quien ama y quiere ayudar y servir al otro y no como quien lo mira por encima, ve su imperfección y lo desprecia en su corazón (ver Mateo 18, 15-16).

 

Jesús, vuestro párroco

 

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 92

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (92)

El punto de partida para la reconciliación: aceptar la realidad

 

Queridos hermanos:

 

Hay enfados que se producen cuando exigimos a la realidad más de lo que la realidad puede aportar. “Más, más, más…”, confundiendo la vida comunitaria o fraterna, (que tiene sus limitaciones y pecados), con el sueño de una comunidad ideal.

 

La comunidad que se creó en el arca, (como la comunidad creada en tu familia o en una comunidad cristiana), no es de origen humano y hecha exclusivamente con los propios esfuerzos. “Juntos lo conseguiremos”, “querer es poder”, “la unión hace la fuerza” y frases de ese tipo, son todas pelagianas. La comunidad del arca de Noé fue realizada por Dios. La comunidad cristiana es una obra de Dios, que requiere nuestra colaboración, pero ésta es obra de la gracia (ver Hechos de los Apóstoles 2, 37-47).

 

Una ayuda grandísima es que llegue cuanto antes la decepción, la desilusión respecto a los demás o a uno mismo. Como los discípulos de Emaús que están decepcionados y desilusionados, y quizá, solo entonces, pueden escuchar, desde su desilusión, la palabra que les haga arder de fuego el corazón (Lucas 24, 13-27 y 32).

La desilusión es una ayuda para volver a la realidad:

 

“Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer evitarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una imagen quimérica de comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena y condenarse más tarde o más temprano a la ruina. Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunidad humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales.” (Dietrich Bönhöeffer. Vida en comunidad).

 

Quien pone su ilusión en una recompensa o un entretenimiento tarde o temprano queda defraudado. Como el gobernador Félix, que escucha a san Pablo sobre cuestiones de fe con la esperanza de recibir algo de dinero (ver Hechos de los Apóstoles 24,22-27); o Herodes, que ante Jesús en el día de su Pasión, espera ver un milagro (Lucas 23, 6-11).

 

Hay un lugar donde se empieza a reconciliar uno con la realidad. Nos lo enseña el Papa Francisco. Y es cuando descubrimos que el otro no es tuyo, “sino que tiene un dueño mucho más importante, su único Señor”. Esto lleva al “principio de realismo espiritual” por el cual no pretendemos que la comunidad, o el otro, sacie completamente las propias necesidades. Por eso es una gran ayuda el desilusionarse del otro, o de la propia comunidad y dejar de esperar del otro “lo que sólo es propio del amor de Dios. Esto exige un despojo interior.” Hay un espacio exclusivo que “cada uno reserva a su trato solitario con Dios, y esto no sólo permite sanar las heridas de la convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la propia existencia. Necesitamos invocar cada día la acción del Espíritu para que esta libertad interior sea posible.” (Francisco. Amoris Laetitiae, nº 320).

 

Jesús, vuestro párroco

 

20 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 91.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (91)

Un alimento del continuo enfado: la difamación

 

Queridos hermanos:

 

Dice el apóstol Santiago: «No habléis mal unos de otros, hermanos» (Santiago 4,11).

 

San Pablo invitaba a vivir la caridad, que lo disculpa todo (1 Corintios 13, 7). Una forma de disculpar es guardar silencio “sobre lo malo que puede haber en otra persona. Implica limitar el juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e implacable: «No condenéis y no seréis condenados» (Lucas 6,37).

Detenerse a dañar la imagen del otro es un modo de reforzar la propia, de descargar los rencores y envidias sin importar el daño que causemos. Muchas veces se olvida de que la difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa a Dios, cuando afecta gravemente la buena fama de los demás, ocasionándoles daños muy difíciles de reparar. Por eso, la Palabra de Dios es tan dura con la lengua, diciendo que «es un mundo de iniquidad» que «contamina a toda la persona» (Santiago 3,6), como un «mal incansable cargado de veneno mortal» (Santiago 3,8). Si «con ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios» (Santiago 3,9), en cambio el amor cuida la imagen de los demás, con una delicadeza que lleva a preservar incluso la buena fama de los enemigos. En la defensa de la ley divina nunca debemos olvidarnos de esta exigencia del amor (cf. Francisco. Amoris Laetitiae nº 112).

 

Dirá el apóstol San Pablo: “Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen” (Efesios 4, 29).

 

Sobre el hablar y el callar escribió el Eclesiástico: “El hombre paciente aguanta hasta el momento oportuno, y al final su paga es la alegría. Hasta el momento oportuno retiene sus palabras, por eso muchos alaban su prudencia” (Eclesiástico 1, 23-24). Y también: “Hay reprensión inoportuna, y hay quien calla por prudencia. ¡Cuánto mejor reprender que enfadarse! El que se confiesa culpable evita la humillación. Eunuco empeñado en desflorar a una doncella, así es el que impone la justicia por la fuerza. Hay quien calla pasando por sabio, y hay quien se hace odioso por su verborrea. Hay quien calla porque no tiene respuesta, y hay quien calla porque conoce el momento oportuno. El sabio guarda silencio hasta el momento oportuno, pero el fanfarrón e insensato deja pasar la oportunidad. El charlatán se hace abominable, y el que pretende imponerse se hace odioso. ¡Qué hermoso es mostrar arrepentimiento cuando a uno lo reprenden! Así, pues, evitarás un pecado voluntario” (20, 1-8).

 

La relación de hermanos lleva a hablar bien el uno del otro, a intentar mostrar el lado bueno del otro, más allá de sus debilidades y errores. Y para evitar dañar la imagen del otro, guardar silencio. Pues el otro es más que sus limitaciones y errores (cf. Francisco. Amoris Laetitiae nº 113).

 

Jesús, vuestro párroco

 

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 90.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (90)

Las quejas y el perdón en el arca

 

Queridos hermanos:

 

Dice un proverbio: “Si tu necedad te ha llevado a la soberbia, reflexiona y cierra la boca: apretando la leche se saca requesón, apretando la nariz se saca sangre, apretando la ira se saca discordia” (Proverbios 30, 32-33).

 

El rencor es un cáncer con metástasis en el corazón. “Si permitimos que un mal sentimiento penetre en nuestras entrañas, dejamos lugar a ese rencor que se añeja en el corazón” (Francisco. Amoris Laetitiae nº 105). El rencoroso tiene memoria para el mal, es decir, toma cuentas del mal (ver 1 Corintios 13, 4-7).

 

El perdón, en cambio, “intenta comprender la debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra persona, como Jesús cuando dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23,34). Pero la tendencia suele ser la de buscar más y más culpas, la de imaginar más y más maldad, la de suponer todo tipo de malas intenciones, y así el rencor va creciendo y se arraiga” (Francisco. Amoris Laetitiae nº 105). Y la metástasis del rencor lleva a dar la misma gravedad a cualquier ofensa, a volvernos crueles ante cualquier error ajeno, ciegos ante el propio error, que si se ve se disculpa, y termina por hacernos vengativos (cf. Francisco. Amoris Laetitiae nº 105).

 

Todos podemos tener quejas de los otros. Y el perdón no es fácil. Hace falta la “experiencia de ser perdonados por Dios, justificados gratuitamente y no por nuestros méritos. Fuimos alcanzados por un amor previo a toda obra nuestra, que siempre da una nueva oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el amor de Dios es incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar, entonces podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun cuando hayan sido injustos con nosotros” (Francisco. Amoris Laetitiae nº 108). Este perdón de Dios hace que nos podamos perdonar a nosotros mismos y a los demás. Este perdón de Dios es la gracia del Espíritu Santo en nosotros. Y hace que sintamos la ofensa y la necesidad de la reconciliación para acudir a la acción de gracias en comunión. Por eso es anterior la reconciliación a la celebración de la Eucaristía: “si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo” (Mateo 5, 23-26).

 

San Pablo nos invitaba a vestirnos un vestido nuevo y al perdón: “como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor” (Colosenses 3, 12-14).

 

Jesús, vuestro párroco

 

19 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 89.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (89)

Que no se ponga el sol sin hacer las paces en el arca

 

Queridos hermanos:

 

El problema no está en enfadarse. El problema es no hacer las paces al final del día y dejar que se acumule el mal que cada día tiene.

 

Jesús invita en el Evangelio a utilizar un curioso método de limpieza para ayudar a la persona necesitada de ayuda. Ver y quitar la propia viga: “El Evangelio invita más bien a mirar la viga en el propio ojo (cf. Mateo 7,5), y los cristianos no podemos ignorar la constante invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la ira: «No te dejes vencer por el mal» (Romanos 12,21). «No nos cansemos de hacer el bien» (Gálatas 6,9). Una cosa es sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla, dejar que se convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis, no llegareis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Efesios 4,26). Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces (cf. Francisco. Amoris Laetitiae nº 104).

 

Dice San Doroteo: “quien está fortalecido por la oración o la meditación tolerará fácilmente, sin perder la calma, a un hermano que lo insulta. Otras veces soportará con paciencia a su hermano, porque se trata de alguien a quien profesa gran afecto. A veces también por desprecio, porque tiene en nada al que quiere perturbarlo y no se digna tomarlo en consideración, como si se tratara del más despreciable de los hombres, ni se digna responderle palabra, ni mencionar a los demás sus maldiciones e injurias. De ahí proviene, como he dicho, el que uno no se turbe ni se aflija, si desprecia y tiene en nada lo que dicen. En cambio, la turbación o aflicción por las palabras de un hermano proviene de una mala disposición momentánea o del odio hacia el hermano. También pueden aducirse otras causas. Pero, si examinamos atentamente la cuestión, veremos que la causa de toda perturbación consiste en que nadie se acusa a sí mismo. De ahí deriva toda molestia y aflicción, de ahí deriva el que nunca hallemos descanso; y ello no debe extrañarnos, ya que los santos nos enseñan que esta acusación de sí mismo es el único camino que nos puede llevar a la paz” (Instrucción 7, sobre la acusación de sí mismo 1-2).

 

Y, «¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto, algo pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras. Pero nunca terminar el día en familia sin hacer las paces». La reacción interior ante una molestia que nos causen los demás debería ser ante todo bendecir en el corazón, desear el bien del otro, pedir a Dios que lo libere y lo sane: «Responded con una bendición, porque para esto habéis sido llamados: para heredar una bendición» (1 Pedro 3,9). Si tenemos que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia interior.” (cf. Francisco. Amoris Laetitiae nº 104).

 

Jesús, vuestro párroco

 

17 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 88.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (88)

El enfado del arrogante

 

Queridos hermanos:

 

A veces se producen enfados parecidos a los del fariseo que mira por encima al publicano. Se tiene a sí mismo como grande por lo que es y hace:

 

“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo” (ver Lucas 18, 9-14).

 

Algunos “se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican a exigirles y a controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes es el amor que comprende, cuida, protege al débil” (Francisco. Amoris Laetitiae nº 97).

 

Muchas veces se vive en un enfado permanente, en un reproche continuo, aun sin palabras, que con desprecio, mira al otro como una persona más frágil, débil, menos formada, de la que se esperaba otra cosa. Es fácil que ese continuo enfado, porque el otro no cumple las expectativas, vaya acompañado de mucha arrogancia y eso facilite que la convivencia sea insoportable.

 

Es el amor lo único que edifica. El arca se hizo por fuera, pero siguió construyéndose día a día por dentro, en las relaciones mutuas, aprendiendo el amor de una gran maestra, la humildad: «la ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Corintios 8,1).

 

Escuchemos sobre la humildad esta reflexión del papa Francisco:

 

“La actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad. Jesús recordaba a sus discípulos que en el mundo del poder cada uno trata de dominar a otro, y por eso les dice: «No ha de ser así entre vosotros» (Mateo 20,26). La lógica del amor cristiano no es la de quien se siente más que otros y necesita hacerles sentir su poder, sino que «el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mateo 20,27). En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor. También para la familia es este consejo: «Tened sentimientos de humildad unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes» (1 Pedro 5,5). (Francisco. Amoris Laetitiae nº 98).

 

Jesús, vuestro párroco

 

 

16 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 87

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (87)

Enfados infantiles. El enfado de Ajab.

 

Queridos hermanos:

 

En el arca también se pueden producir enfados infantiles, como el del rey Ajab, que quería de forma caprichosa la parcela de al lado de su palacio y, al no obtenerla, se volvió a casa abatido y enfadado, se postró en su lecho de cara a la pared y se negó a comer. Y su mujer Jezabel conseguirá, a precio de sangre, ese terreno para su marido (1 Reyes 21, 1-16).

 

Son enfados producidos porque no se cumplen nuestros planes o expectativas. Enfados que encuentran un aliado en el conseguir, al precio que sea, el propio capricho. En este caso provocando un juicio, con falsa acusación y testigos falsos, que acaban en un asesinato. Asesinato y robo. Es un caso claro en que se ha hecho prevalecer el fin a los medios. Y el fin no justifica los medios.

 

Ya lo dice el proverbio que cita Qohelet: “¡Ay del país gobernado por un muchacho, cuyos príncipes amanecen entre comilonas!” (10,16).

 

A veces nuestro enfado con Dios o con los demás es porque no nos han dado nuestro capricho o porque hemos sufrido una contrariedad. El Señor quiere hacer de nosotros hijos, no caprichosos. Cuando sacó a Israel de Egipto, no lo llevó por el lugar más fácil y más corto, sino que lo llevó dando un rodeo por el camino del desierto (ver Éxodo 13, 17-22), para hacerles madurar. Para que aprendieran a pedir como hijos. Pero no debieron aprender mucho, pues ante cada contrariedad murmuraban y endurecían el corazón (Hebreos 3, 7-19).

 

Muchos enfados cesan, y se relativizan los caprichos, cuando se ha sufrido en la vida: “Las pruebas maduran, agrandan la personalidad, hacen crecer al hombre cristiano. Un célebre mariscal francés, decía que, a los que amaba, les deseaba pruebas más que éxitos. Las pruebas curten. Los éxitos pueden envanecer. El hombre que no ha sido probado queda inmaduro, aparece infantil, se derrumba ante la menor contrariedad, carece de tenacidad. (…) El secreto del crecimiento es el dolor y la prueba. Dice san Juan de la Cruz: «¡Qué sabe el que no ha padecido!». «Quien no sabe de penas, - no sabe de amores, - porque penas es traje de amadores» (Jesús Martí Ballester. Camino de Santa Teresa leído hoy).

 

Por eso, tomar la propia cruz, negar el yo egoísta y seguir a Jesús, es el mejor remedio para madurar (ver Mateo 16, 24-26).

 

Jesús, vuestro párroco

 

 

 

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 86

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (86)

Algunos enfados en el arca: el enfado de Simón

 

Queridos hermanos:

 

¿Os habéis enfadado con aquellos con los que convivís durante el confinamiento? ¿Muchas veces? Y ¿os habéis podido perdonar? Seguro que Noé también discutió con su mujer y ella le recriminaría su falta de atención. También se darían peleas entre los hermanos: que si Jafet está muy pendiente de su “tipito”, que si Cam está cabreado por lo que ha tenido que dejar y tiene que estar obligado en el arca, que si Sem se cree el único, el elegido y los demás son de segunda clase, que si las nueras tienen sus desavenencias…. envidias, peleas, discusiones…

 

Durante la convivencia (y más si es tan intensa) surgen muchas ofensas, palabras hirientes, gestos de indiferencia, desprecio, hipocresía, voz altisonante, mirada agresiva y culpabilizadora…

 

Simón vivió esta situación y tuvo que consultar al Señor. Tras ser elegido como “Pedro” (“sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”) y acto seguido ser llamado “Satanás” por Jesús (ver Mateo 16, 13-23), tuvo que sufrir múltiples desprecios y humillaciones de los otros miembros del arca, del arca de Jesús. Y preguntó a Jesús:

«Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?». Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mateo 18, 21-22). [Fíjate que en el evangelio de san Mateo solamente han pasado dos capítulos entre una escena (elección como Pedro y ser llamado Satanás) y otra (la consulta a Jesús sobre el número de ofensas)].

 

Caín, tras asesinar a Abel, fue marcado por el Señor para defenderlo, y el que lo matara lo pagaría siete veces (Génesis 4, 15). Lámek, un descendiente de Caín, será vengado setenta veces siete (Génesis 4, 24).

 

Cualquiera de nosotros tiene ocasión para pedir perdón y ser perdonado mientras dura este hoy. «Si tu hermano te ofende, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: “Me arrepiento”, lo perdonarás». (Lucas 17, 3-4). Siete ofensas diarias y siete veces pedir perdón y siete veces perdonar al hermano que ha ofendido (que es el mismo, no siete personas distintas) requiere una cintura y elasticidad parecida al canto del corro de la patata que cantábamos de niños: “agáchate y vuélvete a agachar”. “Perdónale y vuélvele a perdonar”, tendríamos que cantar.

 

De tal palo tal astilla. De un Padre misericordioso salen hijos misericordiosos, dispuestos a perdonar siempre: «Todo cuanto pidáis en la oración, creed que os lo han concedido y lo obtendréis. Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas» (Marcos 11, 24-25). Y es que «cuando en una familia se pide “permiso”, cuando en una familia se aprende a decir “gracias”, y cuando en una familia uno sabe pedir “perdón”, en esa familia hay paz y hay alegría » (Francisco. Amoris Laetitiae nº 133).

 

Jesús, vuestro párroco

 

14 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 85.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (85)

Sarmiento injertado, sarmiento eucarístico

 

Queridos hermanos:

 

La alegoría de la vid y los sarmientos, desde la imagen de Noé viticultor, nos ha ayudado a adentrarnos en un misterio de amor y unidad que se da entre la Vid y cada uno de los sarmientos, así como entre los sarmientos entre sí.

 

La gran ayuda para vivir este misterio de amor y amistad es la Eucaristía: “Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia.” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1395).

 

El Señor sacó una vid de Egipto (Salmo 80 (79, 9), cada uno de los sarmientos, en racimo, unidos a la Vid, en pueblo, (no salimos solos, sino en comunidad), salimos de Egipto y el Señor nos hizo recorrer un camino por el desierto durante cuarenta años para que conociéramos lo que hay en nuestro corazón, para que conociéramos si éramos o no fieles. En este camino por el desierto nos hizo pasar hambre para alimentarnos con el maná y nos hizo pasar sed para darnos a beber agua de la Roca. Nos libró de tantos enemigos, serpientes abrasadoras y alacranes, todo para que conociéramos que no solo de pan vive el hombre, sino que vive de todo cuanto sale de la boca de Dios. Conviene recordar la propia historia en la que el Señor ha actuado. Recuerda, sí. Recuerda. No seas sarmiento desmemoriado. (Ver Deuteronomio. 8, 2-3. 14b-16). La Eucaristía es el gran memorial para que no perdamos la memoria de la obra de Dios. Por eso Jesús dijo: “Haced esto en conmemoración mía” (Lucas 22,19). Y sacados de Egipto hemos sido injertados en la Tierra prometida, figura de la Vida eterna.

 

La Eucaristía enciende en nosotros el amor a Jesucristo y a los hermanos, pues nos une en un solo cuerpo, que es Jesús mismo, con todos los amigos del Señor de toda la historia, los santos ciudadanos del cielo (ver 1 Corintios 10, 16-17). Y nos hace eucarísticos, para dar gloria al Señor y darle gracias eternamente (ver Sal 147, 12-20).

 

La Eucaristía celebrada en la comunidad cristiana es imagen visible de la Vid y los sarmientos, que dejan que los cuide y pode el Labrador con la Palabra de su Hijo y que derrama su Savia en nuestros corazones, el Espíritu santo. La Eucaristía es el alimento de la Vida Eterna, verdadera medicina para este mundo lleno de miedos, que ha perdido el hambre de Dios, el hambre de trascendencia. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.” (ver Juan 6, 51-58). Al comulgar este Sacramento admirable nos vamos uniendo a Jesús de tal forma a Jesús que somos Jesús mismo. De forma que el que nos come, el que reclama de nosotros la atención, la escucha, el cariño, el perdón, recibe también la vida, como dirá San Pablo: mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida.

 

En la oración y la Eucaristía ten de fondo las palabras de San Ignacio de Loyola: Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Todo mi haber y mi poseer, Vos me lo disteis, a Vos Señor lo torno. Todo es vuestro disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia que ésta me basta.

 

Jesús, vuestro párroco

 

 

13 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 84

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (84)

Poderoso es Dios para injertar al desgajado

 

Queridos hermanos:

 

Dice el Catecismo que “Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 396). Nosotros hemos perdido en muchas ocasiones la amistad con el Señor, pues no hemos sometido nuestro entendimiento y voluntad al Señor y en tantas ocasiones lo hemos abandonado o sustituido por los ídolos. Pero “cuando por desobediencia (el hombre) perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte...Reiteraste, además, tu alianza a los hombres” (Misal Romano, Plegaria eucarística IV).

 

El pecado nos lleva a perder la confianza y el abandono en el Señor y aparece “la intranquilidad, la precipitación y la angustia” y buscamos resolver las dificultades por nuestra cuenta, fiándonos de nuestras luces y fuerzas y desplazando a Jesús, es como si le dijeras: «ahora no puedo contar contigo y tengo que hacerme cargo del asunto personalmente» (Meditaciones sobre la fe. Tadeusz Dajczer).

 

El pecado mortal rompe la amistad con Dios. El Sacramento del Perdón “nos restituye a la gracia de Dios y nos une con él con profunda amistad (…) el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera "resurrección espiritual" (ver Juan 5, 21 y 24-26), una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32)." (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1468). La amistad con Dios y la amistad con el dinero son incompatibles (ver Lucas 16, 13-15).

 

Quizá hace tiempo que no tratas con el Señor, que no rezas, o que la Eucaristía no te dice nada. Es posible que hayas perdido la amistad o trato con el Señor. Y que hace mucho no celebras el Perdón. El Padre puede de nuevo injertarte en el Cuerpo de Cristo, en la Vid verdadera, y hacerte participar de la savia del Espíritu Santo, pues poderoso es Dios para injertar al desgajado (ver Romanos 11, 16-24). En definitiva, puede hacerte amigo de Dios y dar el fruto de la caridad y la alegría.

 

Jesús, vuestro párroco

 

12 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 83

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (83)

Unos sarmientos castos

 

Queridos hermanos:

 

La caridad es lo propio de la amistad y también lo es la castidad.

 

Amar es un lento aprendizaje hasta dar la vida, pues “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (ver Juan 15,13). Y la castidad o templanza es una escuela donde se aprende a dominarse para poder darse. Jesús mismo, porque se posee a sí mismo, puede dar la vida. Nadie se la quita. La da Él voluntariamente (ver Juan 10, 18).

 

El amor y la templanza, la caridad y la castidad, han de madurar. Si la caridad nos habla de amar hasta dar la vida, la castidad es una escuela donde el dominio de uno mismo está orientado al don de uno mismo: “La caridad es la forma de todas las virtudes. Bajo su influencia, la castidad aparece como una escuela de donación de la persona. El dominio de sí está ordenado al don de sí mismo. La castidad conduce al que la practica a ser ante el prójimo un testigo de la fidelidad y de la ternura de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2346).

 

Un amigo que no busque el dominio de sí para poder darse, es decir, para el don de sí mismo, buscará usar a la persona, instrumentalizarla. Como hizo David cuando, ocioso, se puso a mirar desde su terraza y vio a una mujer bañándose y la miró y la deseó, y tras dejarla embarazada, acabó asesinando a su marido (ver 2 Samuel 11, 1-5).

 

Precisamente el pecado lleva a que aparezca la concupiscencia o deseo desordenado y el dominio entre las relaciones personales (ver Génesis 3,16). Jesús mismo nos dijo que el amor a Dios es el mandamiento principal y primero. Pero añadió: “El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas» (ver Mateo 22, 36-40).

 

Para amar, los sarmientos encontrarán buen modelo en la Vid, en Jesús mismo: “La virtud de la castidad se desarrolla en la amistad”. La castidad “Indica al discípulo cómo seguir e imitar al que nos eligió como sus amigos (cf Juan 15,15), se dio totalmente a nosotros y nos hace participar de su condición divina.” La madurez en la castidad es la comunión espiritual. “La castidad es promesa de inmortalidad. La castidad se expresa especialmente en la amistad con el prójimo. Desarrollada entre personas del mismo sexo o de sexos distintos, la amistad representa un gran bien para todos. Conduce a la comunión espiritual” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2347).

 

Precisamente uno de los frutos del Espíritu Santo es la “enkrateia” que suele traducirse como dominio de sí o castidad o templanza (ver Gálatas 5,23).

 

De esa escuela de maduración habló el apóstol San Pedro al invitarnos a escapar de la corrupción que reina en el mundo y a poner empeño en añadir “a la fe, la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la paciencia, a la paciencia la piedad, a la piedad el cariño fraterno, y al cariño fraterno el amor.” (Ver 2 Pedro 1, 3-9). De la fe al cariño fraterno y al amor pasando por la templanza o castidad.

 

Jesús, vuestro párroco