2 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 73

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (73)

La acedia en nuestro vino

 

Queridos hermanos:

 

Las características que desarrollábamos en la migaja anterior nos hablan de la acedia, que según el Catecismo de la Iglesia Católica es una pereza espiritual que llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino (nº 2094). Es una especie de aspereza o de desabrimiento debidos al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón (nº 2733). Y también: “es una forma de depresión debida al relajamiento de la ascesis y que lleva al desaliento.” (nº 2755). Lo mismo que le ocurre al vino le ocurre a la persona en la vida espiritual.

 

El Papa Francisco retrató la acedia en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. La acedia provoca personas desilusionadas “con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos (…) Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico” (Evangelii Gaudium nº 83). El avinagramiento hace que aparezca el “descontento crónico, por una acedia que le seca el alma” (Evangelii Gaudium nº 277). Nos convierte en “pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre” (Evangelii Gaudium nº 85). “Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida” (Evangelii Gaudium nº 2). Se da más de lo que pensamos un cierto estado de aburrimiento, disgusto, contrariedad de dejar lo que uno tenía antes del confinamiento, abatimiento, desánimo, languidez, sopor, indolencia, adormecimiento, somnolencia, pesadez, tanto del cuerpo como del alma, insatisfacción vaga y generalizada en la que uno no siente gusto por nada, todo lo encuentra soso, insípido y uno deja de esperar algo de la vida. Aparecen la inquietud, la ansiedad, el disgusto (cf. Jean Claude Larchet. Terapéutica de las enfermedades espirituales. Ed. Sígueme. Salamanca. 2016. Pág 187ss).

 

¿La causa? El Papa habla de tres: El individualismo, una crisis de identidad y una caída del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí (Evangelii Gaudium nº 78).

 

Es necesario el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. El Espíritu Santo no recibe “oxígeno” de otra procedencia. Espíritu Puro y Santo, verdadero alcohol de nuestras almas, que hizo parecer borrachos, a primeras horas de la mañana, a los discípulos el día de Pentecostés, de los que la gente decía: “¡Están llenos de mosto!” (cf. Hechos de los apóstoles 2, 12). Espíritu del Amor y la Comunión (ver 1 Corintios 12, 12-13), Espíritu humilde que no hace sino colocar al otro como protagonista: al Padre, al Hijo… y a ti, pues su obra en ti, secundada por ti, redunda en mérito tuyo (ver 1 Corintios 15,9-10).

 

El Espíritu Santo es el que extrae con su gracia el oxígeno a nuestros odres para que no se avinagren. Es el que nos permite guardar el precioso depósito, el vino nuevo (ver 2 Timoteo 1, 9-14). Es más, es el que “hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo” (Concilio Vaticano II. Lumen Gentium 4). Pidamos el Espíritu Santo, Guardián Santo y rejuvenecedor de nuestra vida.

Jesús, vuestro párroco

 

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