30 de noviembre de 2011

“Dos pasiones turban especialmente el alma: la lujuria y la cólera”, de Teófano el Recluso

Teófano el Recluso, Obispo de Vladimir y Tambov (1815-1894)

Teófano el Recluso, conocido en el mundo bajo el nombre de Georges Govorov, nació en Chernavks, cerca de Orlov, en la provincia central de Viatka. Su padre era sacerdote de parroquia y, como muchos hijos de sacerdote en la Rusia pre-revolucionaria, fue también destinado al sacerdocio y enviado a un seminario para realizar sus estudios. Las disposiciones de su carácter se hacían sentir ya en esa época. Sus maestros lo describen como atraído por la soledad, dulce y silencioso. Después del seminario, pasó cuatro años en la academia de teología de Kiev (1837- 1841). Es allí donde conoció la vida monástica gracias a la laura (monasterio griego) de Petcherky, cuna del monaquismo ruso, y se colocó bajo la dirección de uno de los starets de la comunidad, el Padre Parteno. Cuando obtuvo su diploma, Teófano pronunció los votos monásticos y fue ordenado sacerdote. Inteligente, amante del estudio, llegó a ser profesor en el seminario de Clonezt, y más tarde en la Academia de San Peters-burgo. Luego pasó siete años, de 1847 a 1854, en el Cercano Oriente, y particularmente en Palestina, donde sirvió en la Misión espiritual rusa. Aprovechó para adquirir un perfecto dominio de la lengua griega y se familiarizó con los Padres, conocimiento del que debía hacer buen uso más tarde.

De retorno a Rusia, es nombrado rector de la Academia de San Petersburgo. En 1859, fue promovido al Episcopado y sirvió como obispo, primero en Tambov y luego en Vladimir.

Sin embargo, Teófano se sentía mucho más atraído por una vida de oración y de soledad que por la existencia activa que exigía la adminsitración de una diócesis. Es así como en 1866, siete años después de su ordenación al Episcopado dimitió de su cargo, se retiró a un pequeño monasterio provincial, en Vyschen y permaneció allí hasta su muerte, que sobrevino veintiocho años más tarde. Al principio, tomaba parte en los servicios en la iglesia del monasterio pero, a partir de 1872, permaneció estrictamente enclaustrado, no saliendo jamás, no viendo a nadie, salvo a su confesor y al superior del monasterio. Vivía con la mayor simplicidad en dos piezas pobremente amuebladas mientras que, en su pequeña capilla doméstica, todo se reducía a lo esencial: no existía tampoco el Iconostasio. Después de su reclusión celebró la Divina Liturgia, en primer lugar los sábados y domingos, luego, durante los once últimos años de su vida, cada día. Hacía por sí mismo todo el servicio, sin ayuda de un acólito, sin lector para las respuestas y, según la palabra de un biógrafo, "totalmente solo, en silencio, celebrando con los ángeles".

Recluido, Teófano dividía su tiempo entre la oración y el trabajo literario: en particular, pasaba varias horas cada día respondiendo la vasta correspondencia que le llegaba desde todos los rincones de Rusia, principalmente de parte de las mujeres; para distraerse pintaba iconos y hacía un poco de carpintería. Su régimen era de lo más austero: por la mañana un vaso de té con pan; hacia las dos, un huevo (salvo los días de ayuno) y otro vaso de té; por la tarde, nuevamente té y pan.

Entre todos los autores monásticos que escribieron en Rusia, Teófano es probablemente el más cultivado. Cuando se retiró a Vychen, llevó una biblioteca bien provista, en la que se encontraban las obras de filósofos occidentales contemporáneos, pero que consistía, ante todo, en las obras de los Padres. Entre sus libros se encontraba toda la patrología de Migne. Su respeto por los Padres aparece evidenciado en todo lo que ha escrito: aunque las citas sean extremadamente raras, es siempre exactamente fiel a su enseñanza. El monumento visible que Teófano nos ha dejado de esos tres decenios pasados en la reclusión está constituido por una obra literaria sustancial. Preparó la edición en ruso de numerosas obras espirituales griegas y compuso varios volúmenes de comentarios sobre las Epístolas de Pablo; sin embargo, su principal herencia es su correspondencia, publicada parcialmente en diez volúmenes: es de allí de donde se han tomado los textos que acá se dan a conocer. El fue, además, quien publicó, después que el starets Paisij Velichkovsky lo hiciera en eslavo, una edición ampliada, esta vez en ruso, de "La Filocalia" (Amor de la Belleza), bajo el título "Dobrotoljubie" (Amor de la Bondad), 5 vol, 1876-1890.

A pesar de su formación intelectual, Teófano tenía un don particular para expresarse en un lenguaje vivo y directo. Escribía para responder a cuestiones prácticas y a problemas personales bien específicos; es por ello que lo hacía simplemente, en términos que pudieran penetrar directamente hasta el corazón de sus hijos espirituales, que no había conocido nunca, pero que sin embargo comprendía tan bien. Profundamente enraizado en las tradiciones del pasado, y, al mismo tiempo, gracias a su correspondencia, habiendo permanecido tan cercano a los problemas contemporáneos, representa lo que hay de mejor en la enseñanza ascética y espiritual de la Iglesia ortodoxa. Se ha dicho de él: "Es imposible comprender la Ortodoxia rusa a menos de conocer al célebre recluso". Extractos de "Arte de la Oración" Editorial Lumen


"Que el sol no se ponga sobre vuestra cólera. No deis lugar al diablo" (Ef. 5, 26-27). El diablo no tiene acceso al alma si ésta se cuida de las pasiones. Entonces, en efecto, ella es transparente y el diablo no puede verla. Pero cuando ella tolera que una pasión se despierte y lo consiente, ella se oscurece y el diablo la ve. Se acerca rápidamente y comienza a gobernarla. Dos pasiones turban especialmente el alma: la lujuria y la cólera. Cuando el demonio logra enredar a alguien en los hilos de la lujuria, lo deja a solas con sus tormentos, no se ocupa más, salvo tal vez para turbarlo un poco con la cólera. Pero si el hombre no se deja tomar por la lujuria, el demonio se apresura a incitarlo a la cólera y lo rodea de una multitud de cosas irritantes. Aquél que no discierne el engaño del tentador, se deja arrastrar por el enervamiento, permitiendo a la cólera dominarlo y así "da lugar al diablo". Por el contrario, aquél que domina inmediatamente en sí mismo todo asalto de la cólera, resiste al demonio y no le da ningún lugar. La cólera "da lugar al diablo" cuando se la considera como justa y como legítima la satisfacción que procura. Entonces el enemigo penetra en el alma y comienza a sugerir pensamientos de los cuales cada uno es más irritante que el anterior. El hombre resulta pronto inflamado, como si fuera todo de fuego. Es el fuego del infierno. El desdichado se imagina que arde de celo por la justicia, cuando, en realidad, no puede haber ninguna justicia en la cólera (Je. 1, 20). Esa es la forma de ilusión propia de la cólera; tal como existe otra forma de ilusión propia de la lujuria. Aquél que domina rápidamente la cólera disipa esa ilusión y rechaza al diablo como si le diera un buen golpe en el medio del pecho. ¿Y existe alguien que, después de haber extinguido en sí la cólera, y analizado lealmente todo el asunto, no descubre que su irritación descansaba sobre una equivocación? Pero el enemigo da al error la apariencia del buen derecho y hace semejante montaña con ello, que se podría creer que el universo entero va a derrumbarse si no obtenemos satisfacción.

Me decís que no podéis dejar de experimentar resentimiento y hostilidad. ¡Muy bien! Pero gastad vuestra agresividad contra el demonio, y no contra vuestro hermano. Dios nos ha dado la irascibilidad como una espada para traspasar al demonio y no para dañarnos mutuamente. Golpead al enemigo, exterminadlo, encaminaos sobre él tanto como queráis. Terminad vuestra victoria mostrándoos amables y buenos con vuestro prójimo. "Que yo pierda mi fortuna, mi honor y mi gloria; ese miembro de mí mismo me es más precioso que todo". Digamos esto los unos de los otros, y no hagamos daño a nuestra propia carne por un asunto de dinero o de fama.

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