“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (16)
Por ti se sumergió en las aguas de la muerte
Queridos hermanos:
Nos disponemos a entrar en la Semana Santa con la celebración del Domingo de Ramos. Hemos estado utilizando la figura de Noé para adentrarnos en el misterio de la salvación.
Si el pecado cometido por los hombres en tiempo de Noé llevó a su exterminio con las aguas del Diluvio cuanto más grave serán los pecados cometidos contra el Hijo de Dios. Aquellas aguas del Diluvio fueron de muerte para unos y de salvación para Noé y su familia. Más las aguas que sumergirán a Jesús en el bautismo que anunció a Santiago y Juan no serán para exterminar sino para salvar.
Hoy como Noé estamos rodeados de agua. Se nos invita a tomar precauciones higiénicas, a no salir de casa. Estamos cercados por la muerte. Como narra David en el salmo compuesto cuando fue librado de la persecución de Saul: “Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; / Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. / Dios mío, peña mía, refugio mío, / escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. / Invoco al Señor de mi alabanza / y quedo libre de mis enemigos. / Me cercaban olas mortales, / torrentes destructores me aterraban, / me envolvían las redes del abismo; / me alcanzaban los lazos de la muerte. / En el peligro invoqué al Señor, / grité a mi Dios: / desde su templo él escuchó mi voz, / y mi grito llegó a sus oídos.” (Salmo 18 (17), 2-7). Así estaba Noé, así estaba David, así tantos profetas, así Jesús: “Me cercaban olas mortales, / torrentes destructores me aterraban, / me envolvían las redes del abismo; / me alcanzaban los lazos de la muerte.”
Jesús, por amor a su Padre también entró en las aguas de la muerte, “por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos” (Hebreos 2,9). Esas aguas fueron nuestros pecados: golpes en la espalda. Esos que no te esperas. Arrancar los pelos de la barba, “mesaban mi barba”. Ultrajes y salivazos. Son aguas de muerte. En las que Jesús se ha sumergido por ti. Por amor a ti. Él no se ha resistido ni echado atrás. Ha ofrecido la espalda, las mejillas, el rostro. Y lo ha hecho todo esto para “saber decir al abatido una palabra de aliento”. Mira qué amor nos ha tenido para entrar en estas aguas para salvarnos, para hacernos discípulos y anunciadores palabras de aliento (cf. Isaías 50, 4-7).
¡Ánimo! Por ti, yo tu Dios, entro en estas aguas y gusto la humillación hasta la muerte de cruz para hacer de estas aguas, aguas de vida por el bautismo. Por ti, yo tu Dios, he vivido el abandono del Padre, las burlas de la gente. Por ti he ofrecido mis manos y pies para ser taladrados. Por ti he sido desnudado y he visto el reparto de mis bienes. Todo esto lo he gustado por ti para proclamar en la asamblea del cielo (no hay otra, nuestras asambleas, aunque domésticas, son asambleas del cielo), que eres mi hermano y proclamar el amor que Dios te tiene: “Contaré tu fama a mis hermanos” (Sal 21, 8-24). Por ti, yo tu Dios, de la misma naturaleza del Padre, tu Creador y Señor, me he despojado de mi, me he vaciado de mi mismo hasta ser “nada” para tantas personas, hasta ser algo “vano”, piedra desechada, cacharro inútil, estropajo o agua sucia que se tira. Por ti me he humillado hasta la muerte y muerte de cruz, en obediencia al Padre. Y más hubiera hecho si más hubiera podido. Y por ti he sido exaltado con un nombre que salva si es invocado: “Señor Cristo Jesús”, un nombre que toda lengua proclamará un nombre al que toda rodilla se inclinará (cf. Filipenses 2, 6-11).
Hermanos: si David dijo: “En el peligro invoqué al Señor, / grité a mi Dios: / desde su templo él escuchó mi voz, / y mi grito llegó a sus oídos”, también Jesús gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (cf. Mateo 26, 14—27, 66). Más no para ser librado Él. Sino para librarnos de las peores aguas que nos pueden cercar: las aguas del pecado.
En todas las lecturas este amor es proclamado. Hay una relación entre humillaciones y proclamación, anuncio. ¡Ánimo! Tanto amor no lo podemos callar. Que hable nuestra vida, que hablen nuestras obras, que hablen nuestros pensamientos y deseos, que hablen nuestros labios: “Yo te amo, Señor Jesús, tú eres mi fortaleza; / Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. / Dios mío, peña mía, refugio mío, / escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.”
Jesús, vuestro párroco
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