“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (112)
El miedo en el arca 1
Queridos hermanos:
¿Noé y sus hijos, tenían miedo, durante el Diluvio o su prolongada estancia en el arca? No. Pues la fe y el amor a Dios expulsan el temor (ver 1 Juan 4,18).
Entonces, puedes preguntarte ¿por qué estoy preocupado, angustiado, temeroso, superprecavido, hiperhigienizado? Es fácil que estemos viviendo o hayamos vivido este tiempo desde el temor. Una cosa es la prudencia. Necesaria. Otra el miedo. La invitación de Jesús, desde el primer día es: “¡Ánimo! Que soy yo; no temáis”. Pues nos invita a la prudencia unida a la confianza. Nunca a la prudencia unida al miedo. Pues el miedo paraliza.
El miedo es propio de quien ha pecado. Como le pasó a Adán. Tras pecar, cuando el Señor se le acercó y lo llamó, «¿Dónde estás?». Adán contestó: «Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí» (Génesis 3,9-10).
Es la primera vez que aparece el miedo en la Sagrada Escritura. El miedo, consecuencia del pecado, el miedo a la muerte. Miedo que queda reflejado en su desnudez, en su experiencia de desprotección al haber perdido la gracia.
El miedo, antes del pecado, era algo natural, es algo parecido al instinto de supervivencia y protección que nos lleva a defender la existencia y rechazar aquello que pueda hacerle mal. Y a su vez, el miedo va orientado a perder la relación con la fuente de la vida, es decir, con el Señor. Es lo que se llama el temor de Dios, don del Espíritu Santo (Isaías 11, 1-3). Es el temor de vivir separados de Dios que nos lleva a rechazar lo que pueda apartarnos de Dios, es decir, el pecado. Es Dios la fuente de la existencia.
Pero tras el pecado, que nos ha separado de Dios, ya no mira a evitar lo que nos separe de él, el miedo nos lleva a defender nuestra vida con el amor propio y el amor a este mundo (ver 1 Juan 2,15-17). De alguna forma el objeto del miedo ha cambiado. Y aparece el miedo a perder la salud, la fama, la vida sensible, los placeres. Aparece el alejamiento de Dios y el rechazo de su protección y su acción providente. Por el miedo quedamos esclavos del Señor de la muerte que utiliza el miedo como arma contra nosotros. Por eso Jesucristo se hizo como nosotros, participó de nuestra carne y sangre “para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hebreos 2, 14-15). El orgullo nos lleva a una vana confianza en nosotros. Más bien confiemos: Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta (Santa Teresa de Jesús).
Jesús, vuestro párroco
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