“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (110)
El enfado de Caín 3: el asesinato
Queridos hermanos:
“La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad: ¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado -se dirá- porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros (S. Juan Crisóstomo)” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2540).
Lo que pudo ser dominado por la benevolencia, (por el “deberías alegrarte” de que a tu hermano le haya ido bien), pasa a dominar su corazón enfermándolo hasta el odio homicida. El Señor salió a corregir a Caín. Corrección que es fruto del amor y que ayuda a la humildad. Es verdad que “ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella” (Hebreos 12,11). Caín, ante la corrección del Señor, en vez de enmendarse, se mantiene en sus razones, mantiene su enfado. Y acaba haciendo lo que Satanás, que es homicida desde el principio (ver Juan 8,44).
La tercera característica de la envidia es el deseo de que el otro no exista, que desaparezca: el asesinato: “Caín dijo a su hermano Abel: «Vamos al campo». Y, cuando estaban en el campo, Caín atacó a su hermano Abel y lo mató.” (Génesis 4, 8). A veces este deseo no es que el otro deje de existir así tan claro. Pero sí que deje de existir alguna característica predominante en el hermano. Es decir, no buscamos cortarle la cabeza. Tan solo la nariz. Al fin y a la postre, la raíz es la misma: orgullo-envidia-odio. Falta de humildad, de benevolencia, de amor.
Y la sangre de Abel clama desde la tierra al cielo. Y el Señor oye el grito de la sangre. “El Señor le replicó: “¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo” (Génesis 4,10). La sangre de Cristo también clamará desde la tierra. El grito de la sangre de Abel gritará venganza. La sangre de Cristo habla mejor que la de Abel, pues gritará el perdón de los pecados en el Memorial perpetuo de su Pascua (ver Hebreos 12,24). Y ante ese grito de la sangre que Dios oye viene una pregunta que martillea el corazón de cada hombre: “El Señor dijo a Caín: «¿Dónde está Abel, tu hermano?». Respondió Caín: «No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?» (Génesis 4,9). ¿Dónde está tu hermano? Una pregunta del Señor que requiere respuesta.
Las consecuencias de tal crimen en la vida de Caín las expresa el Señor: “Por eso te maldice ese suelo que ha abierto sus fauces para recibir de tus manos la sangre de tu hermano. Cuando cultives el suelo, no volverá a darte sus productos. Andarás errante y perdido por la tierra»” (Génesis 4, 11-12). Pero Caín no reconoce su pecado. Entra en el victimismo y en la acusación, igual que su padre Adán. “Caín contestó al Señor: «Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Puesto que me expulsas hoy de este suelo, tendré que ocultarme de ti, andar errante y perdido por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará»” (Génesis 4, 13-14). Acusa al Señor de expulsarle del suelo que pisa. Le está sugiriendo que parece que Dios sea el “expulsador” de los hombres. “Expulsaste a Adán y Eva y ahora me expulsas a mí”.
Pero Dios ama a Caín y le pone una señal de protección. “Y Caín salió de la presencia del Señor y habitó en Nod, al este de Edén.” (Génesis 4, 15-16). Caín ha salido de la presencia de Dios. Dios ha pasado a ser irrelevante. Por eso una de las promesas que anuncia Zacarías es la de servir al Señor con santidad y justicia en su presencia todos los días de nuestra vida (ver Lucas 1, 74-75).
Jesús, vuestro párroco
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