28 de junio de 2020

Reflexiones sobre la Palabra. Migaja 100.

“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (100)

La respuesta del Padre: sus silencios y sus palabras

 

Queridos hermanos:

 

El silencio del Padre ante el menor cuando se va es un silencio de amor respetuoso con la libertad del hijo, acepta el riesgo de la libertad, pues sin libertad no hay amor. El hombre es un riesgo de Dios y Dios nos ha amado contra sí mismo.

 

El Padre ha aceptado el riesgo de la libertad. Podría haber obligado al hijo menor a quedarse; cerrarle la puerta y encerrarlo en una habitación con un cerrojo resistente, haberle dado golpes en la espalda por la petición que le hace de la herencia en vida.

 

El Padre de la parábola no es paternalista que, pretendiendo proteger, sofoca el crecimiento de la persona, impide su maduración y lo bloquea en un estadio infantil. (Ver Hebreos 12,5-13).

 

Tampoco se va físicamente con su hijo, ni se va a buscarlo físicamente después de que se ha ido. Va con él de manera escondida, interior, y esto llevará al hijo menor a la nostalgia de la casa del Padre, aunque nostalgia interesada (“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre” Lucas 15,17). El silencio del Padre ante la marcha del hijo, en espera de su retorno, es más elocuente que muchas lecciones.

 

Y junto al silencio, la espera activa, esperanzada. Y cuando lo ve, el salir a buscarlo y el abrazarlo y el llorar de alegría y el no dejarle acabar su preparada confesión. Y las palabras del Padre ante el hijo menor a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete.” (Lucas 15, 22-24).

 

Casi resultan más fácil esos silencios y palabras con el hijo menor. Con el hijo mayor es distinto. Cuesta mucho más. Y la parábola queda abierta porque no se da la comunicación. Padre e hijo mayor están en lenguajes distintos.

 

El hijo mayor piensa que está dentro, pero se queda fuera. Se cree hijo, pero prefiere ser padre de sí mismo y de sus obras, y tener su propia justicia siendo juez del Padre y del hermano. Y acaba siendo un esclavo de la Ley sin corazón y un juez implacable. Para el Padre, el hijo menor es una persona reencontrada, resucitada, para el cual hay que montar una fiesta sin dilación y con lo mejor: anillo, sandalias, mejor vestido, ternero cebado, banquete, música…

 

Para el hijo mayor, lo que el Padre ha hecho con el hijo menor es una injusticia cometida por el juez. Debería aplicarse la ley y castigar con dureza, incluso con el exilio eterno a “ese hijo tuyo”. Para el Padre el centro está en el amor y en la persona. Para el hijo mayor el centro está en la ley; una ley sin el corazón de la Ley que es el amor y la misericordia.

 

Y la parábola queda abierta, inconclusa. ¿Entró o no entró? El hijo mayor necesita conversión. Dejarse abrazar por el Padre, conocer el ritmo de su corazón, aprender la misericordia (ver Mateo 9, 9-13), conocer que Dios es “todo en todos” (1 Corintios 15,28).

 

Jesús, vuestro párroco

 

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