“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (97)
El enfado del hijo mayor: tristeza e inmovilidad
Queridos hermanos:
La enfermedad del hijo mayor se refleja en dos síntomas inconfundibles: la tristeza y la inmovilidad.
Su reacción de tristeza es: por un lado el hecho de la vuelta de “ese” al que ya consideraba muerto para siempre en su corazón y del trato injusto que se le ha hecho, pues merece un castigo, no una fiesta. Por otro lado, la tristeza se debe también al golpe que recibe en su falsa esperanza: el ternero cebado se lo merecía él. Y se ha dado cuenta, de golpe, que se lo lleva un incumplidor. Sus servicios, aparentemente desinteresados, atesoraban la esperanza de una paga. La paga no es el estar unido al Padre y trabajar para él. La paga es otra. No busca a Dios. Busca una paga, de Dios, o de lo que sea. Aunque no se ha ido de casa, en realidad, no ha entrado todavía.
Vive triste. Está en casa, pero no disfruta de ella. Todo lo mío es tuyo, le dirá el Padre. Vive un divorcio entre fe y vida. Su corazón está muy lejos de lo que hace latir al Padre.
Para él lo importante son sus amigos. ¿Quiénes serán esos amigos? Reduce su deseo de felicidad a un ternero con sus amigos. No espera más que un cabrito. No espera promesas, sino reivindicaciones.
Es una figura estática, no se mueve, es irreprensible, no se mueve porque se considera en su sitio. Está enjaulado en la ley y la observancia. Podríamos preguntarnos… ¿está en gracia? Puede ser. Pero desde luego no está en “acción de gracias”, pues su asombro solo se da cuando lo bajan de su pretendido ser el primero merecedor de todo y que excluye que otro merezca. Y ¿tiene pecados graves? Pues a lo mejor no, pero no tiene amor. No tiene el amor del Padre. Que quizá sea el pecado más grave. Pues al que poco se le perdona poco amor muestra (ver Lucas 7, 36-50).
Si el Padre fuera a administrar justicia, castigos, disciplina…, sin problema. “Te ayudo, Padre”, hubiera dicho el hijo mayor, mientras golpeaba su vara sobre la palma de su mano. Pero prodigar misericordia sin límites…. Y se queda plantado, no se mueve, envuelto en argumentos y refunfuños.
El hijo mayor necesita seguridad: está seguro en el hacer, hacer, hacer.,, cumplir horarios, sin error, sirviendo impecablemente e implacablemente. Y se acaba creyendo que es bueno, cumplidor…, y no como otros (ver Lucas 18, 9-14).
Pero es que la vida espiritual es riesgo, es aventura, es un camino hacia adelante. Es un seguimiento (Lucas 9, 57-62). Y él está inmóvil, cumpliendo un reglamento exterior.
Cree que está en casa, en gracia, con fe. Pero en realidad no se puede “retener” la fe sin dejarse encontrar por el pastor cada día, sin dejarse abrazar por el Padre cada día, con infinita sorpresa, abierto el corazón a los latidos del Padre. Cada día se nos invita a entrar en la Casa del Padre.
Jesús, vuestro párroco
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