Preparando la hoja parroquial me ha salido el poder preparar cada día unas migajas.
Cada migaja tendrá una lectura de cada parte (Pentateuco, Profetas o Históricos o Sapienciales, Nuevo Testamento y Evangelio).
A ver qué os parece.
“¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (I)
Queridos hermanos:
Quiero compartir con vosotros en estos momentos de tempestad algunas palabras. La barca de la humanidad y de la Iglesia está siendo zarandeada, golpeada, por estas olas y parece vaya a naufragar. Los discípulos están confinados en la barca. No pueden salir. El viento es contrario. Las olas amenazan inundar la barca. Pero Jesús camina sobre las aguas y nos dice: “¡Ánimo! Que soy yo; no temáis” (Mt 14, 27). Si Él está no tememos: “Los que temen al Señor vivirán, porque su esperanza está en aquel que los salva. Quien teme al Señor de nada tiene miedo, de nada se acobarda, porque él es su esperanza. Dichoso el que teme al Señor: ¿en quién confía?, ¿quién es su apoyo? Los ojos del Señor están fijos en los que lo aman, él es para ellos protección poderosa, apoyo firme, refugio contra el viento abrasador y el calor del mediodía, defensa para no tropezar, auxilio para no caer. Él levanta el ánimo, ilumina los ojos, da salud, vida y bendición. (Eclo 34,13-17)
Nos puede servir la imagen del Arca de Noé y algunos otros santos confinamientos. Y un texto bíblico citado en un documento recién salido de la Penitenciaria Apostólica del Vaticano este 20 de marzo de 2020. Este documento utiliza un texto de la carta de San Pablo a los Romanos muy oportuno: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración” (Rm 12,12). O la traducción de la Conferencia Episcopal: “Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración”.
A lo largo de los próximos días aportaremos nuestro granito de pan, nuestra migaja que alimente la esperanza, nos dé firmeza en medio de esta tribulación y nos permita una mayor intimidad en la oración con el Señor de forma que el amor y la alegría sea el brillo que desprenda nuestro rostro, como lo desprendió Moisés tras bajar del Sinaí (cf. Ex 34, 29-35).
Jesús, vuestro párroco
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