Por Rodolfo Papa*
ROMA, martes 12 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- ¿Qué quiere decir "ser artista"? ¿Quién es artista? En el mundo contemporáneo ha surgido la opinión de que la de artista no es una condición particular, sino que todo el mundo es un artista, ya que no sirven talentos ni formación, sino que el único ingrediente necesario sería la creatividad libre de todo esquema. En las biografías de muchos artistas del siglo XX, surgen también hábitos desordenados, actitudes excéntricas, comportamientos autodestructivos, hasta tal punto que pareciera que ese tipo de vida fuera un ingrediente necesario para reconocer al verdadero artista, ya sea un pintor, un escultor, un músico o un poeta.
Pero más allá de estas posiciones, evidentemente poco consistentes, permanece la pregunta: ¿quién es el artista? A ello podemos añadir una pregunta posterior, fundamental para nuestras reflexiones: ¿quién es el artista cristiano? En el arte cristiano, o en el arte que está al servicio de la Iglesia y que durante siglos ha sido capaz de anunciar a Cristo y alzar un himno de alabanza a Dios a través de inestimables obras, ¿hay reglas o principios que identifican la identidad profesional, moral y espiritual del artista?
Podemos encontrar una ayuda para nuestra reflexión en el Libro di pittura [Libro de pintura, n.d.t.] escrito por Cennino Cennini a finales del siglo XIV; éste injerta la historia del nacimiento del arte en los acontecimientos de la creación narrados en el libro del Génesis, y establece una reflexión de la práctica artística de tipo moral: el arte no se consigue con sed de lucro, ni por vanagloria, sino con una humildad y una perseverancia tales como para soportar todo sacrificio necesario para aprender todas las reglas y poner en práctica todos los principios.
Puede encontrarse más ayuda a la reflexión en el Libro di pittura [Libro de pintura, n.d.t.] de Leonardo da Vinci, o en la recopilación póstuma de sus apuntes y de sus estudios realizada por el alumno Francesco Melzi y de la que tenemos una copia en el Codice Urbinate 1270 conservado en la Biblioteca Vaticana, del que Carlo Pedretti proporcionó una edición crítica en 1995. Leonardo indica al artista un camino de formación técnico y moral, en el que tienen una función fundamental las reglas y los principios llevados a la práctica hasta convertirse en virtud. Las certezas de Cennini y de Leonardo se apoyaban en una sólida tradición, que no ponía en duda la importancia de las reglas de formación. En la antigüedad, podemos encontrar ejemplos notables de ello en Vitruvio y Plinio, pero también en Columela en lo que se refiere al arte de la agricultura. Se trata de una tradición que, con innovaciones y replanteamientos, llega hasta el siglo XX, atestiguada por innumerables tratados.
De esta tradición podemos extraer la importancia del binomio arte y normas, y sobre todo podemos comprender lo liberador que resulta realmente ese enfoque para la creatividad del artista. En la larga historia de las artes, las normas han desempañado la importante función de formar a los artistas, de hacer crecer sin oprimir, de soltar sin atar.
Las normas trazan un recorrido, haciendo accesible una técnica que puede convertirse en la base de la acción, la condición de posibilidad para el crecimiento. Hoy, logramos entender la importancia de la técnica y de sus normas sólo en ámbitos muy restringidos; un ejemplo muy divulgativo se refiere al mundo del deporte: en el atletismo, el buceo, el ski, el fútbol,... la buena ejecución lo es porque es también un gesto técnico. De hecho, sin una adecuada preparación técnica, no se puede practicar ningún deporte.
En el ámbito de las artes los ejemplos se hacen más difíciles. En la música sigue siendo más evidente la necesidad de poseer el lenguaje y su técnica; en el ámbito de la pintura, en cambio, las reglas del mercado han tomado la delantera, ayudadas por los críticos que teorizan que el arte no debe tener más vínculos ni principios que los -imperantes pero no especificados- del mismo mercado. Así es como la tan reclamada libertad del artista de toda norma se traduce a menudo de manera paradójica en dependencias de tipo no-artístico, como el alcohol, las drogas u otras relaciones que coartan radicalmente la libertad de la persona, ofuscando la razón. Por otra parte, las teorías artísticas que destacan con una cierta obsesiva recurrencia que el artista es un ser inadaptado y solitario, acaban casi por prescribir el malestar psíquico y existencial como un requisito fundamental. Así, el arte que debe dar la felicidad se convierte en un laberinto de dolor, totalmente atravesado por el ansia de éxito. De esta manera, a la figura del artista se superpone la de Fausto dispuesto a hacer pactos con el Diablo, o la de Prometeo, que desafía a los dioses para robarles el fuego.
El centro del recorrido creativo del artista, en un contexto así, es el mismo artista. En un total egoísmo, el arte expresa el yo del artista y nada más. Si lo pensamos bien, en cambio, comprendemos que el artista, para serlo, debe poseer las reglas de su oficio, y que el presupuesto para romperlas y superarlas es conocerlas con precisión. Además, el malestar y la perversión no se le piden al artista en cuanto tal, sino sólo al artista tal y como es teorizado por algunos críticos y por algunos comerciantes contemporáneos.
Si estas observaciones valen para el artista en general, todavía más para el artista cristiano. ¿Se puede hablar de Cristo a partir de estas posiciones teóricas y llegar a las cumbres del arte sacro cristiano? ¿Puede el artista que trabaja para la Iglesia ser identificado con el libertinaje, la ignorancia de su oficio, el narcisismo? No estamos hablando de un juicio sobre la vida del artista, porque esto no debería interesar al historiador ni al teórico del arte, sino que estamos reflexionando precisamente sobre las obras de arte, sobre la posibilidad de que sin una formación técnica y artística, y sin virtudes cultivadas, se puedan producir obras bellas adaptadas a la oración y a la liturgia.
Además, añado una consideración más importante, y es que para trabajar para Cristo, a todo nivel y en todo ámbito, es necesaria una adhesión al mismo Cristo. Con mucha claridad, Joseph Ratzinger explica que la sacralidad de la imagen implica la vida interior del artista, su encuentro con el Señor: "La sacralidad de la imagen consiste precisamente en el hecho de que ésta deriva de una visión interior y así conduce a una visión interior. Debe ser fruto de una contemplación interior, de un encuentro creyente con la nueva realidad del Resucitado y, de esta manera, debe introducir nuevamente en una mirada interior, en el encuentro orante con el Señor" (Joseph Ratzinger, Teologia della liturgia [Teología de la liturgia, n.d.t.] Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2010, p. 131). Añade también que "la dimensión eclesial es esencial en el arte sacro" (ibid.), destacando que el artista cristiano no puede vivir fuera de la Iglesia misma.
Jesús en el Evangelio de Lucas nos advierte: "donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón" (Lc 12,34). Si nuestro tesoro no es Cristo, sino que somos nosotros mismos, nuestros vicios, el éxito, entonces no se tiene el corazón apto para la producción de obras de arte sacro. Todavía nos enseña Jesús que "ningún criado puede servir a dos señores (···).
* Rodolfo Papa es historiador de arte, profesor de historia de las teorías estéticas en la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Urbaniana de Roma; presidente de la Accademia Urbana delle Arti. Pintor, miembro ordinario de la Pontificia Insigne Accademia di Belle Arti e Lettere dei Virtuosi al Pantheon. Autor de ciclos pictóricos de arte sacro en diversas basílicas y catedrales. Se interesa en cuestiones iconológicas relativas al arte del Renacimiento y el Barroco, sobre el que ha escrito monografías y ensayos; especialista en Leonardo y Caravaggio, colabora con numerosas revistas; tiene desde el año 2000 un espacio semanal de historia del arte cristiano en Radio Vaticano.
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