CIUDAD DEL VATICANO, viernes 15 de abril de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos la cuarta meditación de Cuaresma que predicó este viernes el padre Raniero Cantalamessa OFM cap, predicador de la Casa Pontificia, ante Benedicto XVI y la Curia Romana, sobre “Un amor de los hechos”
P. Raniero Cantalamessa Cuarta Predicación de Cuaresma Un amor de los hechos
La relevancia social del Evangelio
1. El ejercicio de la caridad
En la última meditación hemos aprendido de Pablo que el amore cristiano debe ser sincero; en esta última meditación aprendemos de Juan que éste debe ser también factivo: “Si alguien vive en la abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad” (1Jn 3, 16-18). Encontramos la misma enseñanza, de forma más colorista, en la Carta de Santiago: “¿De qué sirve si uno de vosotros, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: 'Id en paz, calentaos y comed', y no les da lo que necesitan para su cuerpo?” (St 2, 16).
En la comunidad primitiva de Jerusalén, esta exigencia se traduce en compartir. De los primeros cristianos se dice que “vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno” (Hch 2,45), pero lo que les empujaba a ello no era un ideal de pobreza, sino de caridad; el objetivo no era ser todos pobres, sino que no hubiese entre ellos “alguno necesitado” (Hch 4, 34). La necesidad de traducir el amor en gestos concretos de caridad no es extraña tampoco al apóstol Paolo que, como hemos visto, insiste tanto sobre el amor del corazón. Lo demuestra la importancia que da a las colectas a favor de los pobres, a las que dedica dos capítulos enteros de su segunda Carta a los Corintios (cf. 2 Cor 8-9).
La Iglesia apostólica no hace otra cosa, en esto, que recoger la enseñanza y el ejemplo del Maestro cuya compasión por los pobres, los enfermos y los hambrientos no se quedaba nunca en un sentimiento vacío, sino que siempre se traducía en ayuda concreta y que hacía de estos gestos concretos de caridad la materia del juicio final (cf. Mt 25).
Los historiadores de la Iglesia ven en este espíritu de solidaridad fraterna uno de los factores principales de la “Misión y propagación del cristianismo en los tres primeros siglos”[1]. Éste se tradujo en iniciativas – y más tarde en instituciones – adrede para el cuidado de los enfermos, el apoyo a las viudas y a los huérfanos, la ayuda a los encarcelados, comedores para los pobres, asistencia a los forasteros... De este aspecto de la caridad cristiana, en la historia y en el hoy, se ocupa la segunda parte de la encíclica del papa Benedicto XVI Deus caritas est y, de forma permanente, el Consejo Pontificio “Cor Unum”.
2. La emergencia del problema social
La época moderna, sobre todo el siglo XIX, marcó sobre ello un cambio, llevando a la escena el problema social. No basta con proveer caso por caso a las necesidades de los pobres y de los oprimidos, es necesario actuar sobre las estructuras que crean a los pobres y los oprimidos. Que se trata de un terreno nuevo, al menos en su tematización, se deduce del proprio título y de las primeras palabars de la encílica de León XIII Rerum novarum del 15 de mayo de 1891, con la que la Iglesia entra como protagonista en el debate. Vale la pena releer este inicio de la encíclica:
“Despertado el prurito revolucionario que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era de esperar que el afán de cambiarlo todo llegara un día a derramarse desde el campo de la política al terreno, con él colindante, de la economía. En efecto, los adelantos de la industria y de las artes, que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el planteamíento de la contienda”.
En este orden de problemas se coloca la segunda encíclica del Santo Padre Benedicto XVI sobre la caridad: Caritas in veritate. Yo no tengo ninguna competencia en esta materia y por ello me abstengo como es debido de entrar en el mérito de los contenidos de ésta como de las demás encíclicas sociales. Lo que quisiera hacer es ilustrar el contexto histórico y teológico, el llamado “Sitz im Leben”, de esta nueva forma del magisterio eclesiástico: es decir, cómo y por qué se comenzó a escribir encíclicas sociales y se escriben periódicamente otras nuevas. Esto de hecho puede ayudarnos a descubrir algo nuevo sobre el evangelio y el amor cristiano. San Gregorio Magno dice que “la Escritura crece con quienes la leen” (cum legentibus crescit)[2], es decir, muestra siempre nuevos significados según las preguntas que se le plantean, y esto se revela particularmente cierto en el presente ámbito.
La mía será una reconstrucción, como se dice, “a vuelo de pájaro”, a grandes rasgos, como se puede hacer en pocos minutos, pero las síntesis y los resúmenes tienen también su utilidad, especialmente cuando, por diversidad de ocupaciones, no se tiene la posibilidad de profundizar personalmente en un problema determinado.
En el momento en el que León XIII escribe su encíclica social, tres eran las orientaciones dominantes sobre el significado social del evangelio. Había ante todo una interpretación socialista y marxista. Marx no se había preocupado del cristianismo desde este punto de vista, pero algunos de sus seguidores inmediatos (Engels desde un punto de vista aún ideológico y Karl Kautsky desde un punto de vista histórico) trataron el problema, en el ámbito de la investigación sobre los “precursores del socialismo moderno”.
Las conclusiones a las que llegaron son las siguientes. El evangelio fue principalmente un gran anuncio social dirigido a los pobres; todo lo demás, su revestimiento religioso, es secundario, una “superestructura”. Jesús fue un gran reformador social, que quiso redimir a las clases inferiores de la miseria. Su programa prevé la igualdad de todos los hombres, la emancipación de la necesidad económica. Lo de la primitiva comunidad cristiana fue un comunismo ante litteram, de carácter aún ingenuo y no científico: un comunismo del consumo, más que de la producción de los bienes.
A continuación, la historiografía soviética del régimen rechazó esta interpretación que, según ellos, hacçia demasiadas concesiones al cristianismo. En los años 60 del siglo pasado, la interpretación revolucionaria volvió a aparecer, esta vez en clave política, con la tesis de Jesús como jefe de un movimiento “zelota” de liberación, pero tuvo una vida breve y se sale en este momento de nuestro campo. (El Santo Padre recuerda esta interpretación en su último libro sobre Jesús, hablando de la purificación del templo).
A una conclusión análoga a la marxista, pero con otra intención, había llegado Nietzsche. También para él el cristianismo había nacido como un movimiento de rescate de las clases inferiores, pero el juicio que hace sobre ello es totalmente negativo. El evangelio encarna el “resentimiento” de los débiles contra las naturalezas vigorosas; es la “inversión de todos los valores”, un cortar las alas al impulso humano hacia la grandeza. Todo lo que Jesús se proponía era diundir en el mundo, en oposición a la miseria terrena, un “reino de los cielos”.
A estas dos escuelas – concordes en la visión pero opuestas en el juicio que hacen –, se añade una tercera que podemos llamar conservadora. Según esta, Jesús no se interesó de hecho en los problemas sociales y económicos; atribuirle estos intereses sería disminuirlo, mundanizarlo. Él tomó imágenes del mundo del trabajo y se preocupó por los miserables y los pobres, pero nunca pretendió la mejora de las condiciones de vida de la gente en la vida terrena.
3. La reflexión teológica: teología liberal y dialéctica
Estas son las ideas dominantes en la cultura de la época, cuando comienza una reflexión también teológica por parte de las Iglesias cristianas sobre el problema. También esta tiene lugar en tres fases y presenta tres orientaciones: el de la teología liberal, el de la teología dialéctica y el del magisterio católico.
La primera respuesta es la de la teología liberal de finales del siglo XIX e inicios del XX, representada en este campo sobre todo por Ernst Troeltsch y Adolph von Harnack. Vale la pena detenerse un poco en las ideas de esta escuela, porque muchas conclusiones alcanzadas por ella, al menos en este campo específico, son a las que llega también, por otro camino, el magisterio social de la Iglesia, y siguen siendo actuales y compartibles.
Troeltsch discute el punto de partida de la interpretación marxista, según el cual el factor religioso es siempre secundario respecto al económico, una simple superestructura. Estudiando la ética protestante y el inicio del capitalismo, él demuestra que, si bien el factor económico influye en el religioso, es verdad también que el religioso influye en el económico. Se trata de dos ámbitos distintos, no subordinados uno al otro.
Harnack, por su parte, observa que el Evangelio no proporciona un programa social dirigido a combatir y abolir la necesidad y la pobreza, no expresa juicios sobre la organización del trabajo, y otros aspectos de la vida importantes hoy para nosotros, como el arte y la ciencia. ¡Pero menos mal, añade, que es así! Ay si hubiese hecho de forma distinta y hubiese intentado dar reglas sobre las relaciones entre las clases, las condiciones de trabajo, etc. Para ser concretas, sus reglas habrían estado fatalmente ligadas a las condiciones del mundo de entonces (como lo están muchas instituciones y preceptos sociales del Antiguo Testamento), y por tanto en seguida anacrónicas e incluso un “obstáculo inutil” para el Evangelio. La historia, también la del cristianismo, demuestra qué peligroso es ligarse a esquemas sociales e instituciones políticas de una época determinada y qué dificil es después liberarse de ellas.
“Y sin embargo, prosigue Harnack, no existe otro ejemplo de una religión que haya surgido con un verbo social tan poderoso como la religión del Evangelio. ¿Y por qué? Porque las palabras “ama a tu prójimo como a ti mismo” aquí se toman verdaderamente en serio, porque con estas palabras Jesús iluminó toda la realidad de la vida, todo el mundo del hambre y de la miseria... Al socialismo fundado sobre intereses antagónicos, quiere sustituirle un socialismo que se funda en la conciencia de una unidad espiritual…La aparentemente correcta máxima del 'libre juego de fuerzas’, del ‘vivir y dejar vivir’ – sería mejor decir: vive y deja morir – está en abierta oposición con el Evangelio”[3].
La postura del mensaje evangélico se opone, como puede verse, tanto a la reducción del evangelio al problema social y a la lucha de clases, como a la postura del liberalismo económico del libre juego de fuerzas- El teólogo evangelista se deja llevar a veces por un cierto entusiasmo: “Un espectáculo nuevo – escribe – se presentaba al mundo; hasta ahora la religión o se había atenido a las cosas del mundo, adaptándose fácilmente al statu quo, o se había ido por las nubes, poniéndose en oposición directa contra todo. Ahora en cambio se le presentaba un nuevo deber que cumplir, tener por vil la necesidad y la miseria de esta tierra, e igualmente la prosperidad terrena, aún aliviando miserias y necesidades de todo tipo; levantar la frente al cielo con la valentía que viene e la fe, y trabajar con el corazón, con la mano y con la voz por los hermanos de esta tierra”[4].
¿Qué es lo que la teología dialéctica, que sucedió a la liberal después de la primera guerra mundial, reprochaba a la anterior? Sobre todo su punto de partida, su idea del reino de los cielos. Para los liberales éste es de naturaleza esencialmente ética; es un ideal moral sublilme, que tiene como fundamentos la paternidad de Dios y el valor infinito de toda alma; para los teólogos dialécticos (K. Barth, R. Bultmann, M. Dibelius), éste es de naturaleza escatológica; es una intervención soberana y gratuita de Dios, que no se propone cambiar el mundo, sino denunciar su estructura actual (“crítica radical”), anunciar su final inminente (“escatología consecuente”), lanzando el llamamiento a la conversión (“imperativo radical”).
El carácter de actualidad del Evangelio consiste en el hecho de que “todo lo que se exige no se exige en general de todos y para todos los tiempos, sino de este hombre y quizás sólo en este momento; y se exoge no sobre la base de un principio ético, sino a causa de la situación de decisión en la que Dios le ha puesto y quizás sólo a él, ahora y aquí”[5]. La influencia del Evangelio en lo social tiene lugar a través del individuo, no a través de la comunidad o la institución eclesial.
La situación que interpela al creyente en Cristo hoy es la creada por la revolución industrial con las mutaciones que ha llevado al ritmo de la vida y del trabajo, con el consiguiente desprecio de la persona humana. Frente a ella no se dan soluciones “cristianas”, cada creyente está llamado a responder a ella bajo su propia responsabilidad, en la obediencia a la llamada que Dios le hace llegar en la situación concreta en la que vive, aunque encuentra un criterio de fondo en el precepto del amor al prójimo. No debe resignarse de forma pesimista ante las situaciones, pero tampoco hacerse ilusiones sobre un cambio del mundo.
¿Se puede hablar aún, desde esta perspectiva, de una relevancia social del evangelio? Sí, pero sólo de método, no de contenido. Me explico. Esta visión reduce el significado social del evangelio a un significado “formal”, excluyendo todo significado “real”, o de contenido. En otras palabras, el evangelio da el método, o el impulso, para una recta actitud y un recto actuar cristiano en lo social, pero nada más.
Aquí está el punto débil de esta visión. ¿Por qué atribuir a los relatos y a las parábolas evangélicas un significado solamente formal (“cómo acoger la llamada a la decisión que me viene, ahora y aquí”) y no también un significado real y ejemplar? ¿Es lícito, por ejemplo, a propósito de la parábola del rico Epulón, ignorar las indicaciones concretas y claras contenidas en él sobre el uso y abuso de la riqueza, el lujo, el desprecio del pobre, para atenerse sólo al “imperativo del ahora” que resuena a través de la parábola? ¿No es al menos extraño que Jesús pretendiera decir simplemente que allí, ante él, había que decidirse por Dios y que, para decir esto, haya montado un relato tan complejo y detallado que desviaría, en lugar de concentrar, la atención del centro de interés?
Semejante solución que descarna el mensaje de Cristo procede del presupuesto erróneo de que no hay exigencias comunes en la palabra de Dios que se plantean al rico de hoy, como se planteaban al rico – y al pobre – del tiempo de Jesús. Como si la decisión pedida por Dios fuese algo vacío y abstracto – un puro decidirse – y no un decidirse sobre algo. Todas las parábolas con trasfondo social son definidas como “parábolas del reino” y así su contenido se restringe a un único significado, el escatológico.
4. La doctrina social de la Iglesia
La doctrina social de la Iglesia católica, como siempre, busca la síntesis más que la contraposición, el método del et - et, en lugar del aut - aut. Ésta mantiene al evangelio su “doble iluminación”: la escatológica y la moral. En otras palabras: está de acuerdo con la teología dialéctica en el hecho de que el reino de Dios predicado por Cristo no es de naturaleza esencialmente ética, es decir, un ideal que saca su fuerza de la validez universal y perfección de sus principios, sino que es una iniciativa nueva y gratuita de Dios que, con Cristo, irrumpe desde lo alto.
Se aleja en cambio de la visión dialéctica en el modo de concebir la relación entre este Reino de Dios y el mundo. Entre los dos no hay solo oposición e inconciliabilidad, como no hay oposición entre la obra de la creación y la de la redención y – como hemos visto en la primera meditación – no hay oposición entre agape y eros. Jesús comparó el reino de Dios a la levadura puesta en la masa para hacerla fermentar, a la semilla arrojada en tierra, a la sal que da sabor a los alimentos; dice que no ha venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo. Esto permite ver la influencia del evangelio en lo social con una luz distinta y mucho más positiva.
Hay, sin embargo, a pesar de todas las diferencias de planteamiento, algunas conclusiones comunes que surgen de toda la reflexión teológica sobre la relación entre el evangelio y lo social. Las podemos resumir así. El evangelio no proporciona soluciones directas a los problemas sociales (¡Ay, hemos visto, si hubiese intentado hacerlo!); contiene, sin embargo, principios que se prestan a elaborar respuestas concretas a las distintas situaciones históricas. Así como las situaciones y los problemas sociales cambian según la época, el cristiano está llamado a encarnar cada vez los principios del evangelio en la situación del momento.
La aportación de las encíclicas sociales de los papas es precisamente esto. Por ello estas se suceden, retomando cada una el discurso desde el punto en que lo dejaron las anteriores (en el caso de la encíclica de Benedicto XVI, desde la Populorum progressio de Pablo VI) y lo actualizan en base a las nuevas instancias surgidas en una sociedad (en este caso, el fenómeno de la globalización) y también en base a una interrogación cada vez nueva de la palabra de Dios.
El título de la encíclica social de Benedicto XVI, Caritas in veritate”, indica cuáles son, en este caso, los fundamentos bíblicos sobre los que se pretende fundar el discurso sobre el significado social del evangelio: la caridad y la verdad. “La verdad – escribe – preserva y expresa la fuerza liberadora de la caridad en los acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad, necesitan esta verdad.”[6].
La diversidad no está solo en las cosas dichas y en las soluciones propuestas, sino también en el género adoptado y en la autoridad de la propuesta. Consiste, en otras palabras, en el paso de la libre discusión teológica al magisterio, y de una intervención en lo social de naturaleza exclusivamente “individual” (como la que propone la teología dialéctica) a una intervención comunitaria, como Iglesia y no sólo como individuos.
5. Nuestra parte
Terminamos con un apunte práctico que nos interpela a todos, también a quienes entre nosotros no están llamados a actuar directamente en lo social. Hemos visto la idea que tenía Nietzsche de la relevancia social del evangelio. Éste era, para él, el fruto de una revolución, pero una revolución en negativo, una involución respecto al helenismo; era la venganza de los débiles contra los fuertes. Uno de los puntos que él más combatía era la preferencia dada al servir sobre el dominar, al hacerse pequeños sobre el querer sobresalir y aspirar a cosas grandes.
Él acusaba al cristianismo por uno de los dones más bellos que había hecho al mundo. Uno de los principios con los que el evangelio mayormente y de forma más beneficiosa influye en lo social, es precisamente el del servicio. No por casualidad éste ocupa un lugar importante en la doctrina social de la Iglesia. Jesús hizo del servicio uno de los ejes de su enseñanza, (Lc 22,25); él mismo dice haber venido para servir y no para ser servido (Mc 10,45).
El servicio es un principio universal; se aplica a cada aspecto de la vida: el Estado debería estar al servicio de los ciudadanos, el político al servicio del Estado, el médico al servicio de los enfermos, el profesor al servicio de los alumnos... Se aplica sin embargo de forma absolutamente especial a los servidores de la Iglesia. El servicio no es, en sí mismo, una virtud (en ningún catálogo de las virtudes o de los frutos del Espíritu se menciona, en el nuevo Testamento, la diakonia), sino que brota de las distintas virtudes, sobre todo de la humildad y de la caridad. Es un modo de manifestarse de ese amor que “no busca solamente su propio interés, sino también el de los demás” (Fil 2,4), que da sin pretender nada a cambio.
El servicio evangélico, al revés que el del mundo, no es propio del inferior, del necesitado, sino más bien del superior, del que está puesto por encima. Jesús dice que, en su Iglesia, es sobre todo “el que gobierna” el que debe ser “como el que sirve” (Lc 22, 26), el primero debe ser “el siervo de todos” (Mc 10,44). Nos estamos preparando a la beatificación de Juan Pablo II. En su libro Don y misterio, él expresa con una fuerte imagen este significado de la autoridad en la Iglesia. Se trata de algunos versos compuestos por él en Roma en la época del concilio:
“Eres tu, Pedro. Quieres ser aquí el Pavimento
sobre el que caminan los demás... para llegar allí
adonde guías sus pasos
- como la roca sostiene el rumor de las pezuñas de un rebaño”.
Terminemos escuchando como dirigidas a nosotros ahora y aquí las palabras que Jesús dijo a sus discípulos inmediatamente después de haberles lavado los pies: “«¿comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado el ejemplo, para que hagáis lo mismo que yo hice con vosotros” (Jn 13 12-15).
[1] A. von Harnack, Mission und Ausbreitung des Christentums in den ersten drei Jahrhunderten, Lipsia 1902.
[2] S. Gregorio Magno, Commento a Giobbe, XX,1 (CCL 143°,p.1003).
[3] A. von Harnack, Das Wesen des Christentums, Lipsia 1900. Trad. ital. L’essenza del cristianesimo, Brescia, Queriniana 1980.
[4] A. von Harnack, Il cristianesimo e la società, Mendrisio 1911, pp. 12-15.
[5] M. Dibelius, Das soziale Motiv im Neuen Testament, en Botschaft und Geschichte, Tubinga 1953, pp. 178-203.
[6] Benedicto XVI, “Caritas in veritate”, n. 5.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]
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