1. “La Misa de las familias” nos vuelve a reunir en la madrileña Plaza de Colón al comienzo del nuevo año 2011, año de la JMJ en Madrid, que presidirá el Santo Padre. Sres. Cardenales, Arzobispos, Obispos, Sacerdotes y familias cristianas, venidas de muchas diócesis de España y de Europa, nos hemos dado una nueva cita para renovar ante el mundo la proclamación del Evangelio de la familia, para celebrarlo en el marco litúrgico de la Eucaristía y para dar testimonio de él en la plenitud de su significado y contenidos. El Evangelio de la Familia incluye el Evangelio del matrimonio y de la vida y es inseparable del núcleo central de la Buena Noticia de que Jesucristo es el Salvador, el Mesías, el Señor. “En Él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia ha derrochado sobre nosotros” (Ef 1,7-8). Y, si no se nos ha dado otro nombre en el que podamos salvarnos en la vida y en la muerte, que no sea el de Jesús, tampoco seremos capaces de acoger la gracia de la salvación y hacerla nuestra, si no es a través de la familia, formada y vivida cristianamente.
2. Proclamamos el Evangelio de la Familia con la palabra iluminada por la Palabra de Dios que se ha hecho Carne en el seno de la Virgen María. Lo celebramos en la Eucaristía, el Sacramento de la oblación y de la Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo: el sacramento del “Amor de los amores”, fuente primera y suprema de la caridad y de la unión fraterna. Lo testimoniamos con la presencia pública, expresada en esta magna asamblea de las familias cristianas. Vuestra presencia, queridos padres y abuelos, jóvenes y niños, habla por sí sola en esta mañana de domingo del típico invierno madrileño, frío y soleado a la vez. Los ecos alegres de los villancicos navideños resuenan todavía en el corazón y sigue oyéndose el canto de los ángeles en Belén: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor”. ¡A vosotras, queridas familias cristianas, os ama el Señor! Vuestra presencia, sacrificada y gozosa es la que confiere esta mañana al testimonio eclesial del Evangelio de la familia una convincente autenticidad. Refleja fiel y bellamente el día a día de vuestra donación esponsal en la vida íntima de vuestro matrimonio y la generosidad de vuestro amor mutuo: abierto a la vida y a la educación abnegada de vuestros hijos, servicial con “los mayores” de vuestras familias y fraterno en las relaciones con los demás…, con los próximos y los lejanos; amor sensible a las exigencias del bien común. ¡Cuántos son hoy en España los que en el drama de la pérdida del puesto de trabajo han encontrado en la familia ¡en las familias! remedio y amparo! ¡Incontables! Vuestra participación en esta Misa de las Familias, animosa, valiente y festiva, da testimonio sobre todo, y de un modo extraordinariamente elocuente, de cuáles son las raíces más profundas y la savia viva que os sostiene y alimenta: ¡el sí que os habéis dado en Cristo!: el Cristo que ha santificado y continúa santificando vuestra unión para que seáis signo vivo de su amor esponsal a su Iglesia y, en ella, a la humanidad entera. Dichosos sois vosotros –diría el Salmista– porque habéis comprendido lo tremendo que sería perder el amor del Señor y porque seguís sus caminos. Se os puede aplicar con toda razón “su profecía”: comeréis del fruto de vuestro trabajo, seréis dichosos, os irá bien; la mujer será “como parra fecunda” en medio de la casa y vuestros hijos como renuevo de olivo, alrededor de vuestra mesa (Sal 127, 1-2.3).
3. La verdad del matrimonio y de la familia cristiana se hace densa en vuestras vidas. El anuncio del Evangelio, del Evangelio de la familia, adquiere una actualidad inusitada: ¡la fuerza de “la denuncia y profecía” y el acento insobornable de la esperanza en un momento sumamente crítico de la historia! A ese vigor profético del matrimonio y de la familia cristiana, actuando en la sociedad y en la cultura de nuestro tiempo, se referían los Obispos españoles en “sus Orientaciones morales ante la actual situación de España” de 23 de noviembre del año 2006; y, a su irrenunciable valor para construir el progreso verdadero de la sociedad actual, aludía nuestro Santo Padre en la Homilía de la Dedicación de la Basílica de la Sagrada Familia en Barcelona el 7 de noviembre del pasado año. Decía el Papa: “No podemos contentarnos con estos progresos –los técnicos, sociales y culturales–… Junto a ellos deben estar siempre los progresos morales, como la atención, protección y ayuda a la familia, ya que el amor generoso e indisoluble de un hombre y una mujer es el marco eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su alumbramiento, en su crecimiento y en su término natural. Sólo donde existen el amor y la fidelidad, nace y perdura la verdadera libertad”.
4. ¿Es que se puede abordar seria y responsablemente el futuro del hombre –¡un futuro digno!– si se prescinde de la verdad del matrimonio y de la familia? ¿Es posible ignorarla y pasar de ella, si se quiere construir una sociedad libre, justa y solidaria en la que el hombre pueda encontrar las condiciones necesarias para su desarrollo personal de acuerdo con su naturaleza trascendente de imagen e hijo de Dios? Sencillamente: ¡no! Siempre que se cuestiona y/o se niega la verdad del matrimonio y de la familia –¡la plenitud de sus significados personales y sociales!– en la teoría y en la práctica, las consecuencias negativas no se hacen esperar. Se ciegan las fuentes de la vida con la práctica permisiva del aborto. Se banaliza con la eutanasia hasta extremos −hasta hace poco tiempo impensables−, la responsabilidad de vivir y de respetar la vida del prójimo. ¡El derecho irrevocable a la vida queda profundamente herido! Los niños y los jóvenes crecen y se educan en un ambiente de rupturas y distancias paternas, desconfiados y desconcertados, sin conocer una limpia y auténtica experiencia del amor gratuito: de ser queridos por sí mismos y de poder corresponder, igualmente, amando sin cálculos egoístas a los que les dieron la vida –sus padres– y a aquellos con los que la comparten con una insuperable e íntima cercanía –sus hermanos–. Las relaciones sociales se hacen frías y distantes: ¡nos endurecemos consciente o inconscientemente ante el dolor y las necesidad físicas y espirituales de nuestros vecinos y conciudadanos!… La sociedad se envejece y la crisis demográfica –¡imparable!– amenaza y pone en peligro el futuro de nuestros marcos de vida y bienestar económico y social. Esto es lo que está ocurriendo con mayor o menor amplitud e intensidad en las sociedades europeas. Se trata de manifestaciones de una crisis mucho más honda en sus causas, que las que se detectan en los campos de la técnica y de la acción económica, social y política. Son causas, como nos advertía Benedicto XVI en su Encíclica del pasado verano “Caritas in Veritate”, que tienen que ver con la recta formación de la conciencia, con el reconocimiento de la ley natural y de su último fundamento en Dios: ¡con el alma y con la acogida de la gracia y del don del Espíritu! Causas que tienen que ver, en una palabra, con la familia: con su fortaleza interna y con las posibilidades económicas, sociales, jurídicas y culturales de poder ser afirmada y realizada en la integridad de su verdadero ser, ¡libremente!, tanto en la sociedad como en la comunidad política. A lo largo de los siglos de la historia de la humanidad, antes y después de Jesucristo, se han dado períodos de verdadera ceguera histórica: de los pueblos y de sus mayorías culturalmente más influyentes. Con frecuencia, poco menos que cíclica, han cerrado los ojos a lo que estaba aconteciendo en los niveles más profundos de la propia realidad: a sus causas primeras. Los resultados son conocidos: ¡las crisis se convirtieron para muchos en dramas familiares y personales! ¡Devinieron pronto en verdaderas y graves crisis sociales de dificilísima solución!
5. Nos encontramos, pues, queridas familias cristianas de España y de Europa, ante un reto histórico formidable: ser los signos e instrumentos imprescindibles de la esperanza para Europa en una de sus horas más complejas y dramáticas. ¡No hay que tener miedo al afrontar la responsabilidad histórica de vivir el matrimonio y la familia cristianamente con la fortaleza de la fe y con la confianza puesta en la gracia y el amor de Jesucristo! En la Sagrada Familia de Nazareth encontráis el ejemplo y la cercanía espiritual que no os fallará nunca. José no se arredró ante la persecución de que iba a ser objeto el Niño Jesús y, con la Virgen María, su esposa, huyendo a Egipto, lo guardó y lo protegió para el bien y la salvación nuestra. En la oración y en la comunión fraterna del amor de toda la Iglesia y de sus Pastores encontraréis siempre a la gran familia de los hijos de Dios que peregrina por los caminos del hombre de nuestro tiempo entre los peligros del mundo y los consuelos de Dios. ¡La Iglesia os necesita para poder ser evangelizada y para evangelizar! Os necesita como siempre; pero, además hoy, con una nueva, grave e inaplazable urgencia. ¿Cómo podrá sin vosotros mostrarse al mundo como la comunidad de “los elegidos de Dios, santos y amados”? ¿Cómo podrá sin vosotros vivir y dar testimonio de “la misericordia entrañable”, de “la bondad, humildad, dulzura” y de “la comprensión”? ¿y, sobre todo, de la experiencia de haber sido perdonados y del saber perdonar? (cfr. Col 3,12-21).
En este, por tantos cercanos y entrañables recuerdos, evocador marco de la Plaza de Colón, el encuentro de las familias cristianas –¡una auténtica y gozosa fiesta!– alentadas por el Mensaje luminoso y cordial de nuestro Santo Padre Benedicto XVI, está anunciando al mundo: ¡en Europa, en la España y en la Europa de nuestros días, comienza a alumbrar la esperanza!
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